Por Sergio Soto Azúa
En este país, criticar al gobierno es una costumbre tan arraigada como el café de las mañanas.
Cada bache, cada recibo caro, cada promesa incumplida se vuelve tema de sobremesa.
Y aunque cuestionar al poder es un derecho, parece que olvidamos que el deber de construir también nos pertenece.
Los políticos no son entes lejanos ni figuras de mármol: son personas.
Con ambiciones, debilidades y contradicciones, como cualquiera.
Algunos caen en excesos, otros en tentaciones, pero muchos —más de los que pensamos— sacrifican tiempo, vida familiar y tranquilidad por servir a una comunidad que rara vez agradece.
Les pedimos resultados, pero pocas veces reconocemos los sacrificios que hay detrás de la silla.
La política, con todo su desgaste, exige más de lo que entrega.
Y, sin embargo, ahí están: intentando convencer a una sociedad que los critica con la misma intensidad con la que se desentiende de su propio papel.
Porque la verdad es esta: el gobierno somos todos.
El ciudadano también es parte del Estado, aunque no lo entienda.
Gobierna cuando respeta la ley, cuando paga sus impuestos, cuando cuida su calle, cuando no corrompe al agente con una mordida, cuando compra local, cuando no ensucia, cuando enseña con el ejemplo.
Pero eso casi nunca pasa.
La mayoría guarda el dinero, no lo invierte.
Regatea al trabajador, pero exige sueldos justos.
Pide pavimento nuevo, pero tira basura.
Se queja del gobierno corrupto, pero presume “contactos” para saltarse un trámite.
Quiere seguridad, pero no denuncia.
Y luego se indigna porque el país no cambia.
Nos hemos convertido en ciudadanos exigentes pero irresponsables;
en jueces del sistema, pero evasores de nuestra parte en él.
Cada seis años esperamos al nuevo salvador, al político milagro que arregle lo que nosotros mismos descompusimos con indiferencia.
Y cuando no lo logra, decimos con cinismo: “todos son iguales”.
No, no todos. Lo que sí es igual es la sociedad que los elige.
Los políticos son el reflejo de los ciudadanos.
Un pueblo corrupto no puede tener gobernantes honestos, así como un pueblo indiferente no puede tener líderes comprometidos.
Porque el poder no se crea en el Palacio de Gobierno: nace en la cultura de quien lo legitima con su voto o con su silencio.
Hay servidores públicos que trabajan, que gestionan, que aguantan críticas, y que, aunque no llenen titulares, mantienen viva la maquinaria del Estado.
Y hay ciudadanos que, sin hacer nada, se sienten con derecho de juzgarlo todo.
Esa es la asimetría moral que nos está matando: exigimos virtudes que no practicamos.
La corrupción no empieza en el escritorio de un funcionario, sino en la casa donde alguien enseña que “todos lo hacen”.
La impunidad no nace en los tribunales, sino en el ciudadano que calla, que mira a otro lado, que cree que nada depende de él.
Y sí depende.
Depende del que vota, del que trabaja, del que cuida lo público como si fuera suyo.
Porque lo es.
El político, con todos sus defectos, al menos se atreve.
Se sube al ring de la opinión pública, se expone al insulto, al escrutinio, a los errores amplificados en redes.
Y mientras nosotros lo señalamos desde el sofá, él sigue en la arena.
A veces por ego, a veces por convicción, pero ahí está.
Y eso, aunque no lo absuelve, sí lo humaniza.
El ciudadano promedio, en cambio, se siente espectador de un juego que no le pertenece.
Critica el resultado, pero no sale al campo.
Y mientras tanto, el país se va deteriorando entre la indiferencia y el cinismo.
Por eso esta columna no defiende a los políticos.
Defiende la idea de responsabilidad compartida.
Porque los gobiernos no fracasan solos: los acompañan sociedades cómodas que prefieren quejarse antes que corregir.
Tal vez ha llegado el momento de asumir que el civismo no se enseña en las escuelas, sino en la vida diaria.
Que el patriotismo no es cantar el himno, sino no tirar basura.
Que la democracia no se ejerce con el voto, sino con la conducta.
Y que la verdadera revolución no está en cambiar de gobernantes, sino en cambiar de actitud.
El ciudadano responsable no es el que más critica, sino el que más aporta.
El que se levanta, paga lo que debe, respeta lo que es de todos y entiende que sin su participación no hay futuro posible.
Porque el país no se transforma desde el poder, se transforma desde la conciencia.
Y mientras sigamos apuntando con el dedo sin mirarnos al espejo, seguiremos viviendo en el mismo círculo vicioso: el de los ciudadanos que no gobiernan y los gobernantes que no escuchan.
La responsabilidad no tiene colores ni cargos.
Tiene rostro: el de cada uno de nosotros.
Y quizá ese sea el primer paso para empezar a construir un país donde gobernar deje de ser un sacrificio y vuelva a ser un honor compartido.