por Sergio Soto Azúa

Don Francisco tenía un estudio, un guion y millones mirando.
Hoy basta con un cuarto en silencio, un celular con pila… y algo que contar.

No estoy diciendo que uno sea mejor que el otro.
Solo que son mundos distintos.

Antes, comunicar era un ritual. Había que prepararse, saber hablar, saber callar, respetar el micrófono. Un conductor como Don Francisco no solo presentaba concursos: manejaba emociones, tiempos, silencios, aplausos. Todo tenía forma. Todo tenía fondo.

Hoy, la comunicación se volvió instantánea.
Y eso es un milagro… pero también un desafío.

Porque ahora todos tenemos voz, sí.
Pero también todos tenemos prisa.
Y en medio de tanta voz, tanta imagen, tanta historia, tanta opinión, a veces se nos olvida el para qué.

No lo digo como crítica. Lo digo como quien también está adentro.
Como quien también cae en el scroll infinito, el video absurdo, la frase que suena bien pero no dice nada.

Vivimos en una época increíble: nunca habíamos tenido tanta libertad para expresarnos.
Pero también nunca habíamos estado tan expuestos a palabras vacías.

Antes, comunicar era cosa de pocos.
Hoy, cualquiera puede hacerlo.
Y eso —aunque moleste a algunos— es bueno.

Porque hay gente que dice cosas hermosas desde lugares donde antes nadie escuchaba.
Una mamá contando su historia. Un joven hablando de salud mental. Una niña enseñando a su abuela a bailar.
Eso es valioso. Eso hay que defenderlo.

Pero al mismo tiempo, hay tanto contenido sin sentido que el ruido se vuelve abrumador.
Opiniones que no buscan construir.
Videos que no aportan nada.
Gente que grita solo para que no se note que no está diciendo nada.

No es maldad.
Es velocidad.
Es ansiedad.
Es miedo a desaparecer si no subimos algo hoy.
Y luego otra cosa mañana.
Y luego otra cosa, y otra, y otra…

Estamos saturados.
Infotoxicados.

Y la pregunta no es quién tiene la culpa.
La pregunta es: ¿cómo seguimos hablando sin perder el alma en el intento?

Porque tú que grabas, que opinas, que compartes, que editas, que escribes, que cuentas algo frente a la cámara…
tú también estás comunicando.
Y eso —aunque parezca cotidiano— es una forma de crear realidad.

Entonces sí, está bien hablar.
Pero hablemos con calma.
Hablemos con sentido.

No para ganar aplausos, sino para dejar algo.
No para llenar el silencio, sino para que ese silencio valga más después de que terminemos.

Yo no quiero volver al tiempo en que solo unos pocos hablaban.
Pero tampoco quiero quedarme en un mundo donde todo se dice, pero nada se escucha.

Quiero un punto medio.
Donde podamos ser auténticos… pero también responsables.
Donde podamos decir lo que sentimos… pero también pensar lo que decimos.
Donde el fondo importe tanto como la forma.

Porque sí: tener micrófono ya no es un privilegio.
Ahora es un derecho.
Y también, una carga.

No porque debas ser perfecto.
Sino porque alguien, en algún lado, te está escuchando.

Y esa persona, quizás, no necesita otro video más.
Quizás necesita una verdad chiquita.
Una idea que lo haga pensar.
Una historia que lo abrace.
Un silencio bien dicho.

Así que no dejemos de hablar.
Solo hablemos con intención.

Que el contenido no sea solo contenido.
Que también sea memoria, emoción, puente, semilla.

Porque si no, todo esto se va a quedar en ruido.
Y el ruido —por más viral que sea— se olvida rápido

Por Liz Salas