Por Sergio Soto Azua
Hay hombres que aman y hombres que entretienen.
La diferencia no siempre está en lo que hacen, sino en lo que buscan.
El que ama no necesita provocar risas para sentirse presente.
No vive para impresionar ni para ser aplaudido.
Su amor es un acto silencioso, casi invisible, pero firme.
Es el que aparece cuando nadie más llega, el que se queda cuando los demás se van.
El que entretiene, en cambio, vive del espectáculo.
Sabe cuándo mirar, qué decir, cómo prometer.
Es experto en los gestos que ilusionan, pero incapaz de sostener lo que dice.
En el fondo, no busca amar: busca validarse.
No conquista un corazón, conquista un público.
Es el payaso de su propio vacío.
Y el problema —porque sí hay un problema— es que muchos corazones hoy no buscan amor, sino distracción.
Se enamoran del eco, no de la voz.
Buscan emoción, no estabilidad.
La cultura lo alimenta: series, canciones, redes… todo vende la adrenalina del amor imposible, el drama del que sufre, el fuego que quema rápido y deja cenizas.
Según Psychology Today, el cerebro humano se acostumbra al estímulo, no al cariño.
El amor verdadero no libera dopamina cada tres minutos: libera paz.
Pero la paz aburre a quien no ha hecho las paces consigo mismo.
Y es que el amor no se mide por intensidad, sino por madurez.
El que ama no reacciona: decide.
El que entretiene no elige: improvisa.
Amar es un acto de conciencia; entretener, un reflejo de carencia.
El primero siembra, el segundo alardea.
Hay mujeres —y también hombres— que confunden el cariño con la costumbre, y la costumbre con aburrimiento.
Dejan al que ama porque no manda flores, no sube fotos, no hace shows.
Y se entregan al que entretiene porque promete mundos, porque tiene discurso, porque las hace sentir vivas…
aunque les robe la vida en cuotas: dinero, autoestima, dignidad.
El hombre que entretiene no da amor: da dopamina.
Y cuando se acaba el efecto, deja ansiedad.
Las redes sociales agravaron el problema.
En la era del “me gusta”, la atención se volvió moneda, y el amor, un algoritmo.
Ya nadie quiere enamorarse, todos quieren ser vistos.
En un mundo donde cada relación se publica, el silencio parece desamor.
Y entonces se confunde el ruido con la presencia, el aplauso con la conexión.
La psicología lo explica: el peligro excita más que la estabilidad.
Y ahí está el dilema: buscamos mariposas en el estómago, pero no raíces en el alma.
Confundimos vértigo con amor.
Queremos sentir, no construir.
Y por eso, cada vez hay más amores breves y menos historias largas.
No se trata de juzgar.
Todos, en algún punto, hemos sido los dos.
El que ama en silencio y el que entretiene por miedo a no ser suficiente.
Pero si la vida te alcanza con un poco de madurez, descubres que el amor no necesita luces ni ruido.
Que el amor no es un escenario, sino una casa encendida.
Porque mientras unos buscan risas, otros construyen raíces.
Mientras unos compran atenciones, otros pagan con tiempo, con paciencia, con fidelidad.
Mientras unos confunden libertad con inconstancia, otros entienden que el verdadero amor no es cárcel: es refugio.
El problema no es amar.
El problema es querer sentirse amado todo el tiempo.
Y eso no existe.
El amor no entretiene, el amor sostiene.
A veces, las mujeres que hoy aplauden al hombre que las hace reír, mañana lloran por el hombre que las hacía sentir seguras.
Porque amar no es ser divertido: es ser confiable.
No es prometer mundos, es sostener el que tienen juntos.
El que no se ama, entretiene para no escuchar su propio silencio.
El que ama, aprende a estar en paz sin hacer ruido.
El amor de verdad no se publica, se construye.
No se presume, se comparte.
Y no se actúa, se vive.
El hombre que ama no brilla, ilumina.
El que entretiene no ama, actúa.
Y mientras sigamos aplaudiendo el show, seguiremos vacíos después de cada función.
Pero todavía hay esperanza.
Siempre la hay.
Porque mientras existan personas dispuestas a amar distinto, a no vender su afecto ni su tiempo al mejor postor, el amor seguirá siendo el acto más rebelde de esta época.






