Por Sergio Soto Azúa
En Michoacán no se acabó la esperanza: se agotó la paciencia.
El pueblo ya no grita para que lo escuchen, grita para no explotar.
Cuando alguien se atreve a empujar al gobernador en un funeral, no está rompiendo el protocolo: está rompiendo la fe.
La muerte del alcalde no es el crimen del año, es el recordatorio de siempre: en México, ser autoridad también es sentencia.
Y lo más grave no es que maten a los que gobiernan.
Es que ya ni sorprende.
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Hay lugares donde la violencia tiene fecha y hora.
En Michoacán no.
Allá la violencia es como el clima: cambia de nombre, pero no de estación.
El gobierno promete cada sexenio que ahora sí.
Que este operativo será el bueno, que este plan es integral, que esta vez hay coordinación.
Y el pueblo asiente, porque sabe que cada presidente cree descubrir el país como si fuera nuevo.
Pero Michoacán no se resuelve con soldados ni con abrazos.
Porque lo que está roto no es el orden público: es el alma.
Y ningún operativo puede con eso.
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Peña Nieto quiso operar Michoacán como si fuera un Excel.
Mandó a Alfredo Castillo, que llegó con lentes oscuros, verbo rápido y la soberbia de quien confunde autoridad con protagonismo.
Salió con rancho, con escándalo, y con una frase que resume todo un sistema: “ya estamos mejor”.
Pero no estaban.
Los que vinieron después no fueron distintos.
Cambió el eslogan, el color del cartel, la foto de la campaña, pero la historia siguió en bucle:
funcionarios ricos, funerales llenos, justicia vacía.
Michoacán fue el ensayo general de lo que hoy es México:
un país donde la corrupción se normalizó y la violencia se volvió administración.
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No hay que hablar de narcos, hay que hablar de poder.
El narco sólo ocupa el espacio que la autoridad le deja.
Cuando el gobierno se ausenta, alguien cobra impuestos.
Y a veces ese alguien llega más puntual, más eficiente, y con menos trámites que Hacienda.
El crimen organizado no invadió el Estado: lo sustituyó.
Decide quién trabaja, quién siembra, quién circula.
Define precios, horarios, permisos, sanciones.
Hace todo lo que el gobierno no supo o no quiso hacer.
Y cobra mejor.
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La tragedia no es que Michoacán viva en guerra.
La tragedia es que el país ya lo ve como rutina.
Nadie se indigna, sólo comenta.
Nos enteramos de una masacre y cambiamos de canal,
como quien cambia de clima en el pronóstico.
Nos acostumbramos al horror como si fuera parte del paisaje nacional.
Y el Estado, cómodo en su fracaso, aprendió a administrar la sangre con lenguaje técnico.
“Hechos aislados”, “ajuste de cuentas”, “ataque directo”.
Eufemismos que suenan a burocracia, pero huelen a miedo.
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Hay una frase que nunca aparece en los informes:
Michoacán no está solo.
Porque todo México se le parece un poco.
Guerrero con sus desaparecidos, Veracruz con sus fosas, Tamaulipas con sus silencios.
La diferencia es que allá todavía gritan.
Acá, muchos ya aprendieron a callar.
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En cada esquina de este país hay alguien resistiendo en silencio.
Un maestro que sigue dando clase aunque lo amenacen.
Un agricultor que siembra sabiendo que le van a robar la mitad.
Una madre que se levanta todos los días a buscar a su hijo sin ayuda, sin esperanza, sin permiso.
Ellos sostienen lo que los gobiernos abandonaron.
Ellos son la parte que aún no se rinde.
Y tal vez esa sea la única buena noticia:
que la dignidad todavía no está extinta,
aunque la justicia sí.
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Michoacán no necesita compasión.
Necesita que dejemos de usarlo como advertencia.
Porque cuando un país señala una tragedia y dice “que no lleguemos a eso”,
ya llegó.
No hay regiones perdidas, hay gobiernos rendidos.
Y cuando el crimen gobierna mejor que el Estado,
no es un problema de seguridad.
Es una rendición con presupuesto.
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Algún día, quizá, México dejará de medir la paz en homicidios y la empiece a medir en vergüenza.
Ese día no habrá funerales con cámaras, ni gobernadores escondidos detrás de su investidura.
Ese día la justicia no será un discurso,
será costumbre.
Pero mientras tanto, seguimos aquí:
viendo morir alcaldes, viendo huir gobernadores, viendo marchar pueblos enteros,
como si la historia no nos perteneciera.
Y sí, nos pertenece.
Porque la violencia no es sólo lo que pasa allá.
Es lo que permitimos acá.

              




