Por: Fer Ruiz
Hoy, mientras veía en video los movimientos torpes de mi sobrino en una coreografía del Día de Muertos, se me hizo un nudo en la garganta. Y no era por la ternura que inspiraba su poca coordinación ni verlo portar con orgullo su malogrado disfraz, sino por algo mucho más profundo: la emoción de verlo crecer. De ver a alguien tan amado dar pasos, por pequeños que sean, hacia su propia vida.
Y me quedé pensando que la vida, en realidad, se traduce en esos momentos.
En esas pequeñas cosas que te provocan emociones indescriptibles e incontrolables.
Esas que te hacen sentir felicidad, que te hacen vibrar el corazón…
Y que llegan sin buscarlas, como un regalo.
Pero en la vertiginosidad de la existencia actual tan saturada de atajos, de rapidez, de lo fácil y descartable, nos volvimos poco impresionables.
Un 30 de octubre de 1938, cuando se transmitió una adaptación radiofónica de La guerra de los Mundos, entre los oyentes reinó el caos y muchos tomaron decisiones drásticas como esconderse en refugios o huir de sus hogares, convencidos de que los extraterrestres estaban invadiendo la Tierra.
Ahora, después de las declaratorias oficiales ante el Congreso de EEUU de altos funcionarios asegurando que estos seres de otros planetas sí existen, la reacción fue casi nula. Nadie se inmutó. Nadie se sorprendió.
Nuestra capacidad de asombro ha ido en picada.
Ahora los casos más extraños, las guerras más terribles o las tragedias más profundas son simplemente una noticia más… o, peor aún, una excusa para llamar la atención en redes sociales.
Así pasa también con la vida, con las relaciones, con el trabajo:
todo es rápido, todo es desechable, todos somos sustituibles.
Pareciera que olvidamos la magia.
Olvidamos disfrutar.
Olvidamos que despertar cada día ya es, por sí mismo, un milagro.
Vivimos tan conectados a los aparatos y tan desconectados de la realidad que ya no pensamos en lo que realmente vale la pena.
Nos preocupamos por la próxima meta, porque no se “aprovechen” de nosotros o nos traicionen, o por “sacrificarnos” por los demás, por encajar, por mantener apariencias…
Y, sin darnos cuenta, dejamos de vivir.
Pero la vida (justo esa, que tanto postergamos para disfrutar), se acaba.
Y cuando se va, todo se convierte en silencio.
El llanto de quienes te aman se apaga poco a poco y eventualmente vuelven a su rutina, continúan su vida, y tú… simplemente dejas de existir.
Tus pensamientos desaparecen, tu presencia se diluye…
Y habrás gastado tu única vida en cosas que no importaban, en preocupaciones, en resentimientos, en superficialidades que te robaron la magia.
Y sin embargo, la vida continúa. Siempre continúa.
Por eso este texto no es para asustarte, sino para recordarte algo esencial:
la vida es un segundo y hoy es el día más joven que tendrás en toda tu existencia.
No sacrifiques tu vida en lugares donde eres sustituible, ni por relaciones que no se sostendrán, ni por batallas que ya quedaron atrás y no vivas con rencor ni con miedo.
Vive. Despierta cada día pensando que puede ser el último.
Y permite que la vida te sorprenda otra vez, como cuando eras niño.
Diviértete, siente, ríe, abraza, llora si es necesario… pero vive.
Y recuerda:
no estás aquí para soportar la vida,
estás aquí para experimentarla.
Con amor. Con conciencia. Con fondo.






