Por Sergio Soto Azúa
En Saltillo hay dos mundos. Dos amaneceres, dos ciudades que conviven sin conocerse.
Una se levanta a las cinco de la mañana y la otra a las nueve.
Una prende el motor del día, la otra apenas abre los ojos.
Y aunque respiran el mismo aire, no viven en el mismo reloj.
El primer mundo —el de las cinco— es el que sostiene la ciudad.
Ahí están los que no tienen opción: el albañil, la enfermera, el chofer, el panadero, la señora que plancha uniformes antes de irse a limpiar casas ajenas.
Su vida es rutina, pero también estructura.
Porque si ellos se detienen, la ciudad se apaga.
El segundo mundo —el de las nueve— despierta cuando el otro ya va en el segundo turno.
Son los que toman café antes del gimnasio, los que tienen reuniones a las once, los que viven sin escuchar despertador.
Hablan de productividad, pero rara vez conocen el cansancio de los que producen lo que ellos administran.
Y no es que uno valga más que el otro, sino que la ciudad los valora distinto.
Ambos mundos son necesarios.
El primero pone el esfuerzo; el segundo, el consumo.
Uno sostiene la base, el otro mantiene la apariencia.
Y mientras no se encuentren, Saltillo seguirá viviendo una doble vida: la que madruga y la que cena tarde.
Entre los dos hay un tercer grupo: los que no tienen reloj.
Los que manejan plataformas, reparten comida o limpian oficinas mientras los demás duermen.
No madrugan ni trasnochan; simplemente sobreviven al insomnio.
Son los invisibles de una ciudad que vive gracias a ellos, pero nunca los mira.
No existen en las fotos, ni en las estadísticas, ni en las mesas donde se discute el futuro.
El tiempo, en Saltillo, se volvió la nueva desigualdad.
Ya no se mide en dinero, sino en horas de descanso.
Unos tienen tiempo para vivir; otros apenas para llegar a casa y empezar de nuevo.
El recurso más justo del mundo —las veinticuatro horas— se ha vuelto el más injusto en cómo lo usamos.
También hay un reloj del poder.
El político que despierta tarde pero exige puntualidad.
El empresario que nunca ha tomado un camión a las seis, pero da discursos sobre esfuerzo.
El funcionario que presume sensibilidad social desde un café caro.
Son los relojes finos que marcan otra hora, otra realidad, otro país dentro de la misma ciudad.
Y si hablamos de justicia, también hay que mencionar a las mujeres.
Las que despiertan antes que todos y se duermen después de todos.
Las que no descansan ni cuando descansan.
Ellas no viven bajo un reloj: viven bajo el peso de todos los relojes.
Y sostienen, sin crédito, la estructura de ambos Saltillos.
Saltillo se enorgullece de su industria, de su crecimiento, de sus parques industriales, pero no mide lo que más importa:
las horas que se pierden en el tráfico, las horas que faltan en la mesa, las horas que ya nadie duerme.
Y cuando un pueblo empieza a normalizar el cansancio, deja de tener futuro.
Un día, en el bulevar Venustiano Carranza, un jovencito mesero salió de su trabajo en la madrugada.
Caminaba con la camisa empapada de sudor y los pies hinchados, pero sonriendo.
Con sus primeras propinas del día, se compró una hamburguesa y una soda en un puesto.
Mientras comía, veía pasar los autos rumbo al norte, las camionetas de lujo, los jóvenes que salían de los bares riendo.
Y pensó en silencio: “Algún día voy a tener una de esas”.
El señor del puesto lo escuchó y le respondió con calma: “Yo también decía lo mismo hace veinte años”.
El joven sonrió, no con tristeza, sino con desafío.
Porque en el fondo sabía que si seguía trabajando, la vida le iba a abrir una puerta.
A veces no tan rápido, ni tan grande, pero una puerta.
Ese joven era yo.
Yo también caminé con los pies hinchados y la camisa pegada al cuerpo.
Yo también soñé mientras los demás dormían.
Y hoy, con los años y el tiempo que da la vida, puedo decir que sí se puede.
Que se puede salir de un turno nocturno y llegar a un volante deportivo.
Que se puede dormir tranquilo, no por el dinero, sino por la paz de haber trabajado.
Que los viajes, las metas, las oportunidades y los lujos valen poco si no recuerdas de dónde vienes ni a qué hora empezó tu día.
Por eso, más que un reproche, esta columna es una propuesta.
No de gobierno, sino de conciencia.
Hay que reconciliar los relojes.
Empecemos por educar el tiempo.
Enseñar desde la escuela que dormir no es flojera, que el descanso es una forma de inteligencia.
Un niño que aprende a administrar su tiempo crecerá sin esclavizarse al reloj de nadie.
Después, humanizar el trabajo.
El empresario saltillense debe entender que el obrero descansado produce más que el agotado.
No se trata de caridad, sino de eficiencia.
Una empresa que respeta el tiempo de su gente se vuelve más rentable, no menos.
Tercero, conectar los mundos.
Crear espacios donde los que salen de noche y los que despiertan temprano puedan convivir.
Una ciudad donde todos puedan coincidir alguna vez en la misma hora, aunque sea en una plaza o en un parque.
Porque cuando los mundos se conocen, dejan de juzgarse.
El progreso no es despertarse antes ni dormirse más tarde.
El progreso real ocurre cuando todos pueden dormir sin miedo y despertar sin culpa.
Cuando el esfuerzo se paga con respeto y el descanso con gratitud.
Cuando el reloj deja de ser una cadena y vuelve a ser una herramienta.
El día que Saltillo entienda eso, dejará de tener dos amaneceres.
Y entonces podrá presumir algo más valioso que sus fábricas o su economía:
una ciudad que aprendió a vivir con un solo reloj,
y con la misma dignidad en cada turno.






