Dicen que la vida se acaba, pero en realidad lo que se acaba es el tiempo que tuvimos para hacer lo que queríamos. Nadie sabe cuántas horas le quedan al reloj, y aun así vivimos como si el segundero nos debiera favores. Postergamos lo importante, archivamos los sueños, nos distraemos con lo urgente y olvidamos lo esencial.

El tiempo pasa aunque no lo miremos. Y lo más curioso es que mientras más rápido corre, más creemos que tenemos control. Nos repetimos “ya habrá momento”, “todavía no es mi tiempo”, “luego empiezo”, y cuando volteamos, ya es tarde. La juventud se nos fue entre excusas, la madurez entre pendientes, y la vejez llega con la factura de lo que no hicimos.

Cada quien enfrenta el paso del tiempo a su manera. Algunos corren detrás del éxito, otros detrás de la paz. Algunos viven acelerados; otros se detienen demasiado pronto. Pero los que logran entender la vida son los que descubren cuándo acelerar y cuándo frenar. Porque no se trata de llegar primero, sino de no llegar vacío.

También hay quienes confunden la calma con la rendición. Se justifican diciendo “ya no quiero pelear”, pero lo que en realidad sienten es miedo a volver a intentarlo. El estoicismo mal entendido se vuelve una coraza para no fracasar. Y el “no me importa nada” es, muchas veces, el disfraz del que más sufre.

La vida, si algo enseña, es que el tiempo no premia la prisa, sino la preparación. Hay quienes florecen a los veinte y otros a los sesenta; algunos encuentran su voz justo cuando creían haberla perdido. El despertar no tiene edad: tiene propósito. Y el propósito no siempre es brillar; a veces es simplemente dejar de dormirse.

Vivimos una época donde la velocidad se confunde con plenitud. Nos venden la idea de que quien más hace, más vive. Pero no: quien más siente, más vive. Quien sabe detenerse, agradecer, mirar atrás sin culpas y mirar adelante sin ansiedad, ése ya entendió lo que los demás aún buscan en los viajes, el dinero o el aplauso.

El tiempo no se detiene, pero sí puede honrarse. No acumulando cosas, sino momentos. No buscando ser eternos, sino significativos. Porque al final, cuando se apaga el ruido, nadie recuerda cuántos títulos tuvo, sino cuánta gente se sintió mejor porque él existió.

Y sí, la vida se acaba. Pero no para todos al mismo tiempo. Se acaba para quien deja de soñar, para quien deja de intentar, para quien deja de agradecer. Se acaba para quien olvida que está vivo.

Por eso, cada mañana, antes de mirar el teléfono, hay que mirar el espejo y preguntarse:
“¿Qué estoy haciendo con el tiempo que me queda?”.
No con el que tuve, ni con el que espero tener. Con el que tengo ahora.

Porque lo único seguro no es la muerte: es el reloj… que nunca perdona.

Por Liz Salas