Por Sergio Soto Azúa
En la vida hay muchas formas de riqueza. Algunas se cuentan en números, otras se miden en decencia. Hay quien tiene millones en el banco y no alcanza a pagar una conversación inteligente. Hay quien no tiene nada y aun así enseña educación, valores y principios con solo su presencia. Pero hay un privilegio que lo atraviesa todo: el de haber recibido instrucción, el de haber crecido con límites, con moral, con respeto. El de haber sido educado.
Tener educación no es haber pasado por una escuela. Es entender la vida con perspectiva. Saber comportarse cuando nadie te ve. Ser capaz de pensar más allá de la inmediatez y medir las consecuencias antes que los impulsos. Esa educación, la que nace en casa y se refina con cultura, es el cimiento de cualquier país que aspire a ser algo más que una estadística de pobreza o de violencia.
Y sí, es un privilegio. No porque sea exclusivo, sino porque cada vez son menos los que lo valoran. En México, como en buena parte del mundo, la instrucción y los valores han dejado de ser aspiración para convertirse en excepción. Mientras más ruido hay, menos educación se escucha. Y en ese silencio, lo que se pierde no es una generación, es el futuro entero.
Por eso, quienes tuvimos la suerte —o el trabajo— de educarnos, tenemos una obligación moral que va más allá del aplauso o el éxito: multiplicarnos.
Y no hablo solo del ejemplo o de la enseñanza. Hablo literalmente de hijos, de herencia, de continuidad. Porque si los que tienen instrucción, cultura y principios deciden no tener descendencia, mientras los que no tienen nada de eso llenan las cunas, el futuro será cada vez más desigual. No por destino, sino por proporción.
Hay quienes, con estudios, con recursos, con estabilidad emocional, deciden no tener hijos. Y están en su derecho. Pero la consecuencia silenciosa de esa decisión es que el conocimiento se extingue en una sola generación. Y el país se queda sin las mentes que podrían haberlo cambiado. La educación que no se hereda muere con el último que la tuvo.
Y cuando los que pueden criar con conciencia prefieren criar perros o cuidar plantas, el vacío lo llenan otros que no tienen las herramientas ni la guía. No por maldad, sino por abandono social.
No se trata de imponer nada. Se trata de entender que los hijos de la gente educada no son un lujo: son una inversión en el país.
Y quienes no tienen acceso a ese nivel de formación no deben ser vistos con desprecio, sino con responsabilidad colectiva. No son el problema, son el resultado.
El verdadero problema es que los que sí pueden aportar hijos preparados al futuro se están rindiendo, dejando el terreno vacío a la ignorancia.
No hay discurso moral en esto, hay simple lógica de civilización: los pueblos con más educación producen más bienestar; los que tienen menos, más violencia.
Y si las próximas generaciones no aprenden a pensar, a leer, a debatir, el país no será ingobernable: será irreparable.
La educación es la forma más pura de justicia.
Educarse no te hace mejor persona, pero te obliga a actuar como si lo fueras.
Y educar a otros, o traer hijos al mundo con esa intención, es el único camino que puede nivelar una sociedad enferma de desigualdad.
No se trata de dinero. Un padre con principios y una madre con decencia valen más que cien escuelas privadas. Pero negar que la educación, el conocimiento y la moral cambian destinos sería ceguera voluntaria.
Los países que prosperan no lo hacen por sus recursos naturales ni por sus políticos: prosperan porque sus ciudadanos piensan. Porque valoran el saber y lo reproducen.
Y ahí está el reto: reproducir lo valioso.
Tener más hijos educados. Crear familias donde la conversación pese más que el grito, donde el respeto valga más que la pantalla.
México no necesita más nacimientos, necesita más formación.
Porque el país que más se reproduce sin educar, se condena a sí mismo a repetir su propia miseria.
El Estado tiene su parte. Es su obligación garantizar educación pública de calidad, pero también reconocer que el conocimiento sin valores no forma ciudadanos, forma técnicos. Y que ningún sistema educativo funciona si no hay ejemplo en casa.
Un maestro enseña letras; un padre enseña carácter.
Y un hijo que crece viendo coherencia, termina queriendo mejorar el mundo.
Esa es la verdadera herencia. No las escrituras, ni las joyas, ni los apellidos.
La verdadera herencia es la educación que deja huella en la mente y en el alma.
Y cuando los que pueden educar deciden no hacerlo, el país se empobrece un poco más, aunque su PIB suba.
Al final, cada generación tiene dos caminos: reproducir la ignorancia o reproducir la conciencia.
Y cada hijo que nace en un hogar con valores y cultura es una victoria silenciosa contra el caos.
No se trata de tener más, sino de ser más y dejar más.
Porque el verdadero privilegio no es estudiar.
El verdadero privilegio es saber.
Y el deber que viene con ese privilegio es no dejar que el conocimiento se muera contigo.
Hay quien vive para sí y quien vive para dejar huella.
Los primeros llenan el tiempo; los segundos llenan el futuro.
Y la diferencia entre ambos no está en el dinero, sino en la educación.
El día que entendamos eso, dejaremos de hablar de clases sociales y empezaremos a hablar de calidad humana.
Y entonces sí, podremos decir que somos un país que aprendió a pensar.






