Por Sergio Soto Azúa
En México no hay tema más cantado que el amor, pero tampoco hay veneno más disfrazado de poesía que el amor dolido. Desde hace décadas, nuestras listas de éxitos están llenas de rancheras, corridos, baladas y regionales donde la traición es el centro de la historia. Donde el despecho se celebra con tequila, donde se confunde la obsesión con pasión y donde llorar por alguien que ya no te quiere parece un acto de valentía.
El problema no es que las canciones hablen del dolor —negarlo sería negar lo humano—, sino que lo romántico se haya vuelto sinónimo de lo tóxico. Le cantamos al que se fue, al que traicionó, al que mintió, al que humilló. Y lo celebramos. Frases que, si las oyera un terapeuta, serían diagnósticos de dependencia emocional: “Sin ti no valgo nada”, “Me haces daño pero te quiero”, “Eres mía aunque estés con otro”, “Si te vas me muero”. Y mientras más suena, más normal nos parece.
La industria lo entendió: el dolor vende. Los algoritmos lo midieron. Y se produce lo que se consume, se consume lo que se repite. Es un espejo cruel: nos enseñaron a sufrir bonito.
En los corridos, la banda y el regional moderno cambian el ritmo, el sombrero, el escenario… pero no el mensaje. En cada coro hay un “vuelve”, un “perdóname”, un “te extraño aunque me destruyas”. Y entre botella y botella, lo que se repite no es amor: es la idea de que amar implica perderse en el otro.
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Pero detrás del despecho hay una raíz más honda: la búsqueda de validación.
El hombre que canta al dolor busca ser visto; la mujer que se duele busca sentirse deseada.
El amor romántico se volvió un intercambio emocional donde gana quien más sufre y pierde quien se ama a sí mismo.
Y no se queda en la música.
El mismo patrón domina nuestra cultura entera.
Los jóvenes quieren ser capos, no por instinto criminal, sino porque creen que eso les dará poder, dinero y mujeres.
Y muchas jóvenes —bombardeadas por redes donde se confunde el amor con la apariencia— buscan al hombre peligroso, al que “tiene carácter”, al que emociona por riesgo, no por valores.
Psicológicamente es fácil de entender: ella busca adrenalina; él busca admiración. Pero ambos ignoran lo esencial: el vacío no se llena con aplausos, ni con likes, ni con pistolas, ni con amor mendigado.
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Esa misma enfermedad emocional escala en forma de pirámide.
Arriba están los políticos, los empresarios, los intelectuales.
No cantan corridos, pero viven su propia versión del amor tóxico con el poder.
Buscan aplauso, control, pleitesía.
Son adictos al reflejo, igual que el muchacho que presume una troca en TikTok.
Uno cambia de despacho, el otro de rancho; pero ambos se alimentan del mismo hambre: ser reconocidos porque no se reconocen a sí mismos.
Y así vivimos un país donde todos actúan su carencia:
El rico presume para llenar su inseguridad.
El pobre imita al rico para sentir que existe.
El político promete amor al pueblo como si fuera su pareja, pero lo engaña con la corrupción.
El pueblo, como pareja herida, lo perdona cada seis años.
No es una crisis de moral, es una crisis de madurez emocional.
Nos enseñaron a medir nuestro valor por lo que tenemos, no por lo que somos.
Y la música, la política, las redes y hasta el amor repiten el mismo estribillo: “haz lo que sea, pero que te vean.”
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Por eso hoy ya no solo se cantan penas de amor: se canta al poder, a la muerte, a la violencia.
Los corridos ya no lloran: presumen.
Ya no suplican: amenazan.
Y millones los repiten.
Los políticos hacen lo mismo: prometen salvar al país, pero su único proyecto es perpetuarse.
Los empresarios igual: predican “valores” mientras exprimen salarios miserables.
Y todos, desde el capo hasta el banquero, son víctimas del mismo virus: la necesidad de sentirse grandes porque por dentro se saben pequeños.
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Si México, Latinoamérica y gran parte de la comunidad latina en Estados Unidos consumen y celebran ese modelo, entonces no hay mucho qué discutir: estamos de la chingada.
¿Cómo va a crecer un país donde los que destruyen son mayoría, y los que construyen, excepción?
¿Cómo va a madurar una sociedad que aplaude la mentira, idolatra la violencia y llama amor a la dependencia?
La gente que canta a la violencia se queja después de la violencia.
La que normaliza el amor tóxico se queja después de que la abandonan.
Y el país entero sigue girando al compás de su propia contradicción: exige respeto, pero celebra al que humilla; pide justicia, pero idolatra al que la rompe.
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Porque al final —nos guste o no— la música, la política y el amor son el mismo espejo.
Y lo que ese espejo refleja hoy no es pasión, ni arte, ni liderazgo: es carencia.
Si seguimos aplaudiendo al que hiere, votando por el que miente y deseando al que destruye, no nos quejemos cuando el país entero cante la misma canción.
Una que, por cierto, no tiene final feliz.






