Por Sergio Soto Azúa
Anunciaron la construcción de 32 hospitales oncológicos en el país. Y claro, la noticia suena bien, suena esperanzadora. Pero en México ya aprendimos a desconfiar de los anuncios que suenan demasiado bien. Porque el problema nunca ha sido la falta de edificios, sino la falta de conciencia. Los hospitales se levantan, sí, pero el sistema sigue enfermo. El cáncer no espera licitaciones, ni discursos, ni fotografías de inauguración. Mientras un funcionario corta un listón con sonrisa, hay miles de pacientes esperando una cita que nunca llega, doctores exhaustos sin medicamentos, madres que venden su auto para comprar una quimioterapia, familias que sobreviven entre rifas, oraciones y desesperanza.
Y eso no es nuevo. Cada sexenio repite la fórmula: inaugurar, posar, presumir. Pero el cáncer no entiende de inauguraciones. No hay fotografía que cure una metástasis. México ha confundido la infraestructura con la salvación. Creemos que construir hospitales es lo mismo que construir esperanza. Pero un hospital sin medicinas, sin médicos, sin diagnóstico a tiempo, sin humanidad, no salva vidas: solo retrasa la tragedia.
La Organización Mundial de la Salud estima que cada año en México se detectan más de 190 000 casos nuevos de cáncer. Casi la mitad llegan tarde. No porque las personas no se atiendan, sino porque el sistema no llega. No hay mastógrafos suficientes, no hay doctores especializados en las comunidades, no hay seguimiento. Y en los estados donde hay menos recursos, las cifras son más crueles. El cáncer no distingue entre ricos y pobres, pero el sistema sí.
Mientras tanto, seguimos divididos entre “los que tienen derechohabiencia” y los que no. Como si la enfermedad necesitara nómina para hacer efecto. El derechohabiente paga su cuota y el que no, paga con su vida. Pero en realidad todos pagamos. Pagamos impuestos, pagamos servicios, pagamos con gasolina, con IVA, con cada compra. Todos sostenemos al Estado. Y el Estado debería sostenernos de vuelta.
Si el gobierno no tiene recursos para garantizar atención médica universal, ese es su problema. Si no puede surtir medicinas, también. Porque la salud no es una dádiva, es un derecho. Y si un ciudadano no tiene para pagar sus prestaciones, el Estado está obligado a encontrar cómo sí. Porque quien paga impuestos ya está cumpliendo su parte. Y si el gobierno no puede cumplir la suya, el enfermo no es el pueblo: es el sistema.
Nos acostumbramos a creer que la salud es un privilegio que depende del tipo de empleo. Pero el cáncer no pregunta si cotizas, si votas o si trabajas en el gobierno. Pregunta si hay médico, si hay medicamento, si hay Estado. Y la respuesta, casi siempre, es no.
Nos conmueven los hospitales nuevos, pero no los pacientes sin cama. Nos conmueven los discursos, pero no las filas eternas. Nos conmueve la promesa, pero no la realidad. Nos hemos vuelto inmunes al dolor ajeno, a la impotencia, a la injusticia. A veces parece que la única vacuna que sí funcionó fue la que nos inmunizó contra la empatía.
El país podrá inaugurar treinta y dos hospitales oncológicos más, pero si no cambia la manera en que se piensa, nada va a cambiar. Podrán pintar los muros de rosa y los pasillos seguirán oliendo a desesperanza. El problema no está en los médicos ni en los enfermos: está en la cabeza del sistema, en los que creen que una obra sustituye una obligación.
El cáncer, sin quererlo, es el espejo más cruel de la desigualdad. En las zonas donde hay dinero, el diagnóstico llega a tiempo; donde no lo hay, llega la muerte primero. Y lo peor es que todos lo sabemos, pero preferimos mirar hacia otro lado.
México no necesita más hospitales, necesita más humanidad. Necesita gobiernos que entiendan que cada paciente que muere esperando atención es una deuda moral del Estado. Que la salud no puede ser premio ni privilegio, sino un deber que se cumple sin condiciones. Porque la enfermedad no discrimina, pero la política sí.
Y mientras sigamos creyendo que el cemento cura, seguiremos construyendo monumentos al fracaso. La verdadera obra no está en los muros, está en la conciencia. No en los edificios que se levantan, sino en las vidas que no se pierden.
Hospitales nuevos, conciencia vieja.
Esa, lamentablemente, sigue siendo la verdadera radiografía de este país.






