Por: Sergio Soto Azúa

En el Club Campestre de Saltillo convivimos generaciones enteras. Hijos, nietos, padres y abuelos que, entre hoyos de golf y sobremesas largas, han hecho historia dentro de los mismos muros. Pero hay una norma que parece no haberse movido con el tiempo, como si se hubiera quedado atrapada en una fotografía en sepia: el límite de edad de los hijos de socios. Una regla que dice que mientras no estén casados, o si se casan, hasta los 45 años pueden seguir perteneciendo al club como dependientes.

Y aquí surge la pregunta inevitable: ¿cómo van a encontrar su emancipación si el propio club, hasta en eso, los mantiene?

Cuando el Campestre nació, la idea era brillante. Los fundadores buscaban que las familias permanecieran unidas, que los hijos crecieran dentro del mismo espíritu social y deportivo, que el apellido se repitiera en las canchas, en las albercas y en las asambleas. En esos tiempos, como en la religión o en la política, se necesitaban fieles, creyentes, miembros que garantizaran la continuidad de la comunidad. Pero han pasado décadas. El club ha crecido, el entorno ha cambiado, y hoy la realidad es otra.

Según los propios Estatutos Sociales del Club Campestre de Saltillo, en su artículo sobre membresías familiares, los hijos de socios mantienen sus derechos hasta los 45 años o mientras no contraigan matrimonio. Una norma que en su momento fue funcional, pero que en el contexto actual parece una cápsula del tiempo: ¿qué sentido tiene que alguien de 44 años siga siendo “hijo de socio”?

A esa edad, ya es profesionista, empresario, padre o madre de familia, vota, paga impuestos, y probablemente tiene hijos que ya juegan en el minigolf del club. Sin embargo, institucionalmente sigue siendo considerado “dependiente”. El mensaje implícito es contradictorio: se educa a las nuevas generaciones para crecer, pero se les mantiene atadas a un reglamento que les impide hacerlo.

Además, desde un punto de vista práctico y financiero, el modelo resulta insostenible. Mantener a tantos socios dependientes en una categoría subsidiada limita el ingreso de nuevos socios plenos y restringe el crecimiento económico del club. En otros clubes de México, como el Campestre de Monterrey o el Campestre de León, la edad límite es de 30 o 35 años. Y esa diferencia se traduce en vitalidad: jóvenes que asumen responsabilidades, pagan sus propias acciones y participan activamente en la vida administrativa y social.

No se trata de excluir a nadie, sino de actualizar un modelo que ya cumplió su ciclo. El Campestre de Saltillo ha demostrado ser capaz de reinventarse —en infraestructura, en imagen, en convivencia—, pero necesita hacerlo también en mentalidad. No se puede hablar de modernidad con reglamentos del siglo pasado.

Y más allá de las edades, el tema de fondo es la madurez institucional. Emancipar no es cortar vínculos; es dar el paso para que los hijos de socios se conviertan en verdaderos socios. Para que asuman el compromiso de cuidar lo que sus padres construyeron, no solo de disfrutarlo. Porque el club, como toda comunidad, se fortalece cuando los jóvenes se sienten parte activa, no cuando permanecen en la sombra de una membresía heredada.

Hoy, que se avecina un cambio de mesa directiva, es el momento perfecto para poner este tema en la agenda. No como un reclamo, sino como una invitación. Reducir la edad de emancipación a 30 años —como lo hacen otros clubes— no es un golpe a la tradición, es un gesto de inteligencia institucional.

Los fundadores soñaron con un club que trascendiera generaciones. Lo lograron. Pero el siguiente paso es permitir que esas generaciones tomen el volante. De nada sirve tener un campo impecable si el reglamento tiene grietas. De nada sirve presumir prestigio si no se tiene la valentía de actualizar lo que ya no encaja con los tiempos.

Y aquí no se trata de ir contra los socios de antaño. Al contrario. A ellos se les debe gratitud y respeto, porque gracias a su visión y constancia el club sigue de pie. Pero los tiempos cambian, y parte de su legado debe ser permitir que los jóvenes construyan su propio camino, sin ser “hijos de socio” eternos.

El Campestre de Saltillo ha sido, durante décadas, un símbolo de convivencia y pertenencia para la ciudad. Si quiere seguir siéndolo, tiene que dar el paso hacia adelante. Porque los clubes, como las familias, solo se mantienen vivos cuando dejan crecer a sus hijos.

Por Liz Salas