Por: Sergio Soto Azúa

Nunca entendí por qué algunos confunden la nobleza con debilidad.
Creen que el que confía es ingenuo, que el que perdona es tonto, que el que ayuda sin esperar nada lo hace por necesidad. Y no, no es eso. Es educación. Es clase. Es tener el alma limpia y la conciencia tranquila, aunque el mundo insista en querer ensuciarla.

Yo crecí creyendo en la amistad. No como adorno social, sino como un código de honor.
De esos que no se explican, se sienten. Fui de los que abren la puerta, comparten la mesa y el corazón. Pero con los años aprendí que no todos saben corresponder; que hay quienes se acercan no por afecto, sino por conveniencia; que algunos no quieren tu bien, solo quieren tu lugar.

El tiempo me enseñó que las traiciones no destruyen, revelan.
Que la amistad, cuando es verdadera, no se fractura ni con el silencio.
Y que cuando alguien decide traicionarte, no está hablando de ti: está describiéndose a sí mismo.

Cada traición fue una lección. Y aunque dolieron, las agradezco.
Me enseñaron a poner límites, a no confundir cercanía con confianza, a no dar segundas oportunidades a quien ya me demostró quién es. Porque la vida no se encarga de vengarte: se encarga de exhibirlos. El tiempo siempre termina cobrando factura, sin que uno tenga que mover un dedo.

No hay peor pobreza que la de los valores.
Y hay quienes, aunque tengan dinero, poder o posición, siguen siendo pobres porque no pueden comprar la lealtad, la sinceridad ni la vergüenza.
Yo prefiero seguir siendo ese ingenuo que cree en la palabra, que cumple lo que promete, aunque me fallen. Porque eso no es debilidad, es carácter. Y el carácter, aunque no se presume, siempre se nota.

Hoy la lealtad se mide con conveniencia.
Vivimos en una época donde las amistades duran lo que dura el interés. Donde la gente ya no acompaña por cariño, sino por cálculo. Donde un like vale más que un abrazo, y un rumor destruye más rápido que una verdad.
Y sin embargo, en medio de todo eso, sigo creyendo que la amistad auténtica existe. No es la que se publica, sino la que se practica. No es la que presume, sino la que permanece.

No escribo esto desde el rencor, sino desde la serenidad que da haber soltado.
Ya no me duele lo que perdí. Me alegra lo que descubrí.
Y descubrí que no todos los que se sientan contigo son tus amigos, ni todos los que te critican son tus enemigos.
A veces, los que más te aplauden son los que más te envidian, y los que más te señalan son los que quisieran tener tu lugar.

He aprendido que uno no pierde por confiar, pierde por insistir.
Porque cuando alguien ya te falló y tú lo sigues justificando, el problema ya no es de él, es tuyo.
Y la vida te repite las lecciones que no aprendes: te pone el mismo tipo de personas, con distinto nombre, hasta que entiendes el mensaje.
La lección no es dejar de creer en la gente, sino dejar de creer en las apariencias.

A los que ya no están, les deseo conciencia.
Porque el castigo más grande no es el olvido, sino recordar a quien un día los quiso de verdad.
Y el tiempo, que todo acomoda, siempre termina poniéndonos frente al espejo que evitamos.
El que traiciona, se traiciona a sí mismo.
El que miente, se encierra en su propia mentira.
Y el que usa a los demás, termina siendo usado.

No me enorgullece haber perdido amigos, pero me honra haberlos perdido por ser fiel a mis principios.
Porque uno no se mide por lo que conserva, sino por lo que se atreve a soltar cuando ya no encaja.
Y aunque muchos no lo entiendan, la dignidad también es una forma de amor propio.
Porque el que se traiciona a sí mismo por complacer a otros, termina sin amigos y sin respeto.

Hoy, si miro atrás, no veo enemigos, veo maestros.
Cada uno me enseñó algo. Me enseñaron a no volver a abrir la puerta con ingenuidad, pero tampoco a cerrarla con amargura.
Y entendí que el silencio también es una respuesta, y que la elegancia más alta está en no bajar al lodo, aunque te ensucien con palabras.

Así que sí: gracias.
Gracias a los que fallaron, a los que mintieron, a los que creyeron que podían herirme.
No pudieron.
Me hicieron más fuerte, más prudente, más selectivo.
Y más que nada, más consciente de mi propio valor.

Porque al final, uno no pierde amigos: pierde versiones de sí mismo que ya no necesitaba.
Y aunque la traición duela, siempre llega con un regalo escondido: te enseña quién eres cuando ya no queda nadie aplaudiendo.
Y ese conocimiento —duro, solitario, pero puro— vale más que cualquier amistad falsa que la vida haya decidido quitarte.

Por Liz Salas