Por Sergio Saúl Soto Azúa

El sur del país se ahoga otra vez. Veracruz, Puebla, Hidalgo, Tabasco: nombres que se repiten cada temporada como si fueran sinónimos de tragedia. Cada gobierno enfrenta su desastre, y cada administración lo olvida en cuanto baja el agua. Pero los desastres naturales no distinguen colores; golpean donde encuentran debilidad. Y la debilidad casi siempre está en lo mismo: la soberbia, la improvisación y la falta de oficio.

México vive en una zona sísmica, con montañas que se deslizan y ríos que se desbordan. No hay sexenio sin tragedia. Por eso existe el Plan DN-III-E, por eso la Marina y la Guardia Nacional tienen manuales, por eso Protección Civil debería ser la institución más respetada del país.
Debería. Pero en muchos estados, esa estructura se usa como refugio político, no como sistema de reacción.

Y es ahí donde Coahuila debe mirarse al espejo.

Hasta hoy, el norte ha tenido suerte: ni huracanes, ni deslaves, ni ríos que arrasen ciudades. Pero la suerte es un pésimo plan de protección civil. Lo que no ha pasado, pasará. Y ese día no valdrán los discursos, ni los tuits, ni las fotos con chalecos. Ese día sólo contarán los nombres de quienes estén al mando.

Y ahí empieza la preocupación.
Porque al frente de la Subsecretaría de Protección Civil está Ramiro Durán. Un funcionario que no llegó por méritos técnicos, sino por acomodo político. Lo movieron para quitarlo del calor, no para reconocer su capacidad.
Su nombramiento fue una salida elegante para alguien que estorbaba más de lo que sumaba. Y hoy, en una oficina donde el margen de error se mide en vidas, ese tipo de perfiles se convierten en riesgo.

En Coahuila todavía no tenemos una inundación que ponga a prueba el sistema. Pero si algo enseña la historia es que los desastres no avisan, solo exhiben.
El fuego, el agua o la tierra no improvisan: simplemente llegan. Y cuando llegan, el país entero se entera de quién estaba preparado y quién estaba posando.

La logística es la primera prueba.
Cuando se desborda un río o cae una tormenta, el reloj empieza a correr: ¿quién activa los albergues?, ¿quién cruza la información de rutas?, ¿quién autoriza los víveres?
Ahí no sirven los discursos ni los títulos. Sirven los que saben.
Y ahí también se sabe quién roba oxígeno: el funcionario que cree que el cargo es adorno, el que no se ensucia los zapatos, el que confunde poder con autoridad.

Ramiro Durán carga con un historial de soberbia que ya le costó posiciones en el pasado. Lo reubicaron porque su carácter se volvió problema, y ahora está en un puesto donde los errores no se miden en votos, sino en muertos.
¿De verdad Coahuila puede darse el lujo de tener a alguien así administrando el riesgo?

No se trata de atacar por atacar. Se trata de prevenir antes de lamentar.
Porque lo que hoy es una queja silenciosa de alcaldes o directores municipales, mañana puede ser un encabezado trágico. Y ya conocemos la receta: cuando algo sale mal, todos dicen que nadie lo vio venir. Pero hoy lo estamos viendo.

El peligro no es solo la ineficiencia; es la falta de transparencia.
En cada desastre hay una cadena crítica: las donaciones, las compras y la distribución.
Si esa cadena no es pública, los insumos se pierden, los apoyos se desvían y los culpables se esconden detrás de sellos oficiales.
Por eso es ahora —cuando el cielo aún está despejado— cuando debe auditarse cada bodega, publicarse cada protocolo y medirse cada simulacro.
Porque cuando las lluvias lleguen, ya no habrá tiempo ni para preguntar.

La historia de México está llena de funcionarios que se creyeron intocables… hasta que el agua les tocó la puerta.
En Tabasco, en Guerrero, en Veracruz, los nombres cambian, pero la historia se repite: el político que no escuchó, el burócrata que llegó tarde, el jefe que no bajó del vehículo.
Y al final, el pueblo con agua al cuello, esperando ayuda que se atoró en una oficina.

El gobernador Manolo Jiménez ha demostrado oficio político, pero gobernar también es corregir a tiempo.
Si algo distingue a un buen gobierno de uno mediocre, es su capacidad de anticiparse.
Y este es el momento de hacerlo: revisar estructuras, mover piezas, quitar el adorno y dejar al técnico.
Porque cuando Coahuila enfrente su prueba —y la enfrentará— lo que estará en juego no será una reputación, será la confianza de su gente.

Los desastres naturales son el espejo más brutal del poder.
Ahí se ve quién manda y quién sirve, quién sabe y quién simula.
Y ahí también se ve si los gobiernos aprenden de los errores ajenos o prefieren tropezar con su propia soberbia.

No escribo esto para ofender a nadie, sino para recordar algo elemental:
la prevención no se improvisa.
Y cuando un funcionario ocupa un puesto sin merecerlo, el desastre deja de ser natural y se vuelve político.

En el sur, las lluvias ya se llevaron casas, familias y esperanzas.
En Coahuila, todavía tenemos tiempo.
Tiempo para limpiar las bodegas, para revisar los protocolos, para elegir bien a los responsables.
Porque si no entendemos el mensaje de la historia, la historia nos lo repetirá con tragedia.

Yo no quiero que Coahuila sea portada por la desgracia.
Quiero que sea ejemplo de cómo se gobierna con inteligencia, con disciplina y con humildad.
Porque al final, cuando el agua baja, no quedan los discursos ni los uniformes.
Solo queda la verdad: quién estaba preparado y quién no.

Por Liz Salas