Por Sergio Saúl Soto Azúa

La soberbia huele a impunidad. Es ese perfume caro que intenta tapar lo podrido. Coahuila lo conoce de memoria. Aquí hubo criminales que confundieron la lealtad con sumisión, políticos que caminaron entre aplausos hasta que la justicia o la historia los alcanzó, y empresarios que se creyeron indispensables. Nadie es intocable; algunos solo tardan más en aprenderlo.

El poder tiene la habilidad de marear. En un principio parece oportunidad, después se vuelve rutina y al final se transforma en adicción. Y como toda adicción, roba conciencia. Así le pasó a Humberto Moreira, que terminó hipotecando generaciones con una deuda que superó los 36 mil millones de pesos, convencido de que el brillo del poder era más grande que el peso de la historia. Cuando fue detenido en España, acusado de lavado de dinero, no fue un castigo del sistema: fue el reflejo de su propia sombra. Y aunque recuperó la libertad, nunca recuperó el respeto. El poder, cuando se ejerce sin mesura, termina pasando factura.

Rubén Moreira heredó un estado fracturado. Con el plan Laguna Segura logró recuperar el control, pero a cambio concentró las decisiones en un puñado de manos. Es la otra cara de la soberbia: la que no grita, pero ordena. La que confunde eficacia con silencio. La que protege tanto que termina asfixiando. En ese equilibrio frágil entre gobernar y controlar, el poder empieza a hablar solo, a escucharse solo, a creerse eterno, hasta que un día deja de escuchar a los demás.

La soberbia criminal fue más cruel. Allende es una cicatriz abierta. En 2011, bajo el mando de Heriberto Lazcano “El Lazca” y Miguel Ángel Treviño “Z-40”, los Zetas borraron familias completas. Quemaron casas, desaparecieron pueblos y quisieron instaurar su propio Estado. Pero el miedo nunca construye poder, solo lo disfraza. Todos terminaron igual: muertos, capturados o traicionados. El poder del terror es la ilusión más corta de todas, porque quien domina con sangre termina ahogado en ella.

En el terreno empresarial, la soberbia tuvo nombre y apellido: Alonso Ancira. Durante décadas fue el hombre fuerte de Monclova, el dueño del acero y del aire. El que decidía quién subía y quién caía. Su cercanía con el poder político lo hizo sentirse eterno. Pero la eternidad no existe. Cuando el caso Agro Nitrogenados salió a la luz, el empresario que despegaba en jet privado acabó en un avión de extradición. Volvió, pagó, se defendió, pero ya no volvió a ser el mismo. La soberbia económica es más discreta, más elegante incluso, pero igual de corrosiva. Oxida el prestigio y corroe la memoria. Porque quien se cree imprescindible, ya empezó a ser reemplazable.

Y también hay soberbia en los medios. En los que se doblaron por un convenio o por un favor. En los que vendieron verdad por publicidad, y también en los que, desde un micrófono, se sienten jueces de la moral pública. En Coahuila hubo periodistas que arriesgaron todo por contar lo que pasó en Allende, y hubo otros que callaron por conveniencia. El silencio, en periodismo, también es complicidad.

Pero hay otra forma de soberbia, más silenciosa: la del periodista que ya no busca la verdad, sino el aplauso; el que confunde reconocimiento con propósito. Porque cuando el ego entra en la redacción, la verdad se sale por la puerta.

La soberbia del poder necesita dos cosas para sobrevivir: un cómplice y un aplauso. Y cuando los medios entregan ambas, la mentira se institucionaliza.

Si la historia sirve para algo, es para recordarnos que nadie se salva del tiempo. Humberto Moreira creyó que la memoria era frágil. Rubén pensó que el control bastaba. Los Zetas se sintieron invencibles. Ancira creyó que el dinero podía comprar reputación. Pero la soberbia no perdona. Tiene la paciencia del reloj y la fuerza de la gravedad. Siempre termina cobrando.

Y no se trata solo de ellos. La soberbia también habita en las pequeñas cosas: en el funcionario que humilla a un ciudadano, en el empresario que se burla del trabajador, en el conductor que se cree más por manejar un auto caro, en el periodista que se olvida de escuchar. Es el mismo veneno, solo en dosis distintas. La soberbia no necesita poder para existir; basta una pizca de ego y un poco de aplauso.

Coahuila no es un estado de tragedias, sino de advertencias. Cada error deja enseñanza, cada nombre deja eco. Lo que viene dependerá de si entendemos que el poder no se sostiene con miedo ni con dinero, sino con mesura. Porque el verdadero liderazgo no está en imponerse, sino en contenerse. En saber cuándo detenerse antes de perder el alma.

Yo lo digo con humildad, como periodista y como ciudadano: también he sentido la tentación del reconocimiento, el vértigo del ego, el riesgo de creerse más de lo que uno es. La soberbia no distingue cargos ni profesiones. Se mete en los despachos, en las redacciones y también en las casas. Todos, de una u otra forma, tenemos que aprender a bajarnos del pedestal antes de que el pedestal se derrumbe solo.

Coahuila sigue en pie. Tiene heridas, sí, pero también memoria y oportunidad. Y quiero decirlo con claridad: no recuerdo el pasado para ofender a los que fueron, ni para revolver lo que ya está escrito, sino para que los que ahora son, mediten en lo que pueden ser o no ser. Porque si no entienden el mensaje y la conclusión, el que ganará no será el poder, ni los políticos, ni los empresarios… será Coahuila.

La soberbia no se ve. Se huele. Se nota en la mirada, en la voz, en los gestos de quien cree que nada lo alcanza. Pero el tiempo siempre alcanza. Siempre.

Por Liz Salas