Por Sergio Saúl Soto Azúa
El poder nunca desaparece, solo cambia de forma.
Algunos creen que lo pierden, otros que lo ganan. Pero el poder, como la energía, solo se transforma: pasa del político al empresario, del empresario al militar, del militar al comunicador… y de todos ellos al ciudadano que lo permite.
México vive bajo cuatro poderes visibles y uno oculto, pero determinante.
El visible es el que da conferencias, inaugura obras y reparte promesas.
El oculto es el que no necesita cámaras ni aplausos.
Ese, el verdadero poder, es el que decide sin preguntar, el que se reparte las ganancias del silencio, el que acomoda la mesa antes de que empiece el banquete.
El poder político es el más visible y, paradójicamente, el más débil.
Vive en la paradoja de tener autoridad sin libertad.
Gobierna rodeado de voces que le dicen qué hacer, cómo hacerlo y a quién no tocar.
Es el único poder que parece mandar, pero en realidad, administra la voluntad de los demás.
Y lo trágico es que, en México, el político que intenta actuar por convicción suele quedarse solo, mientras los obedientes prosperan.
El poder económico, en cambio, no necesita votos.
Se sostiene sobre una red invisible de favores, licitaciones, donativos y compadrazgos.
Ese poder no amenaza, persuade. No se impone, seduce.
Y ha aprendido a disfrazarse de progreso.
Porque en el fondo, el dinero manda sin levantar la voz: no necesita hacerlo.
Ya lo dijo Stigler: “todo regulador acaba siendo regulado por los intereses que debía vigilar”.
Y cuando el Estado se arrodilla ante el mercado, la soberanía se vuelve una marca registrada.
El poder militar tiene otra lógica.
Su fortaleza es la disciplina, su debilidad, el poder mismo.
Cuando los gobiernos le entregan tareas civiles a los soldados, lo hacen para mostrar eficacia, pero acaban hipotecando la democracia.
No hay ejército malo, hay políticos cómodos.
Y cuando el uniforme comienza a ocupar los espacios del traje, el país deja de ser república y empieza a parecer cuartel.
El poder armado no debe gobernar; debe proteger al que gobierna. Pero a veces, en su silencio, termina gobernando mejor.
El poder mediático es el que moldea la percepción.
No crea realidades, las acomoda.
Puede fabricar héroes, destruir reputaciones o levantar cortinas de humo con una sola nota.
La prensa libre es el oxígeno de la democracia, pero el periodismo dócil es su veneno.
En este país, los micrófonos a veces pesan más que los fusiles, y el silencio puede valer más que la palabra.
Por eso, cuando los medios dejan de cuestionar al poder, el poder deja de temerle a la verdad.
Y sin embargo, hay un quinto poder, el más silencioso y olvidado: el ciudadano.
Ese que madruga, paga impuestos, sostiene al país sin pedirle nada a cambio.
Ese que produce, enseña, limpia, conduce, cuida, crea.
El verdadero poder de México no está en los palacios ni en las cámaras; está en la gente que sigue trabajando cuando todos los demás están discutiendo.
Pero ese poder duerme.
Y cuando el pueblo se duerme, los otros cuatro sueñan con eternizarse.
Porque el ciudadano se ha vuelto juez sin espejo.
Critica al político corrupto, pero paga sobornos para saltarse la fila.
Se queja del gobierno, pero ensucia su calle.
Exige transparencia, pero evade impuestos.
Pide respeto, pero insulta desde el anonimato.
Y así, sin darnos cuenta, todos somos cómplices del poder que decimos detestar.
El poder no corrompe: revela.
Muestra quién eres cuando nadie te pide cuentas.
Por eso hay políticos decentes y ciudadanos indecentes, empresarios honestos y reporteros vendidos, soldados nobles y jueces sin alma.
El problema no es el poder, es la falta de carácter con que se ejerce.
El poder político busca legitimidad.
El económico, estabilidad.
El militar, obediencia.
El mediático, atención.
Pero todos, sin excepción, necesitan del ciudadano para sobrevivir.
Y cuando el ciudadano deja de ser crítico, el poder se pudre.
La historia demuestra que los pueblos sabios no temen al poder: lo vigilan.
Que las democracias sólidas no lo destruyen: lo equilibran.
Y que los líderes verdaderos no lo presumen: lo usan para servir.
Porque el poder no se hereda ni se roba; se gana y se cuida.
Y solo quien lo entiende como un préstamo, no como un privilegio, deja huella.
El país no necesita más fuerza, necesita más conciencia.
No necesitamos más leyes, sino más valores.
No más discursos, sino más coherencia.
Porque el poder que se ejerce sin ética se convierte en abuso, y el ciudadano que observa sin actuar se vuelve cómplice del abuso.
Al final, el verdadero poder no está en mandar, sino en saber usar el poder que se tiene sin perder el alma.
Y eso, pocos lo logran.
Por eso los hombres más poderosos del mundo casi siempre terminan solos: el poder les dio todo, menos paz.
Cuando el agua se estanca, apesta.
Cuando el poder se concentra, corrompe.
Solo el que deja fluir su poder —sirviendo, escuchando, corrigiendo— lo transforma en legado.
Y ese es el único poder que vale la pena ejercer.