por Sergio Soto Azúa

Todo el mundo sabe quién fue Marcial Maciel. Su nombre se volvió sinónimo de poder eclesiástico corrompido, de carisma usado como arma y de impunidad disfrazada de sotana. Su historia ha llenado libros, documentales y series. Nadie puede alegar ignorancia: los Legionarios de Cristo se construyeron sobre la doble vida de un hombre que abusó de menores, engañó a familias, acumuló fortunas y manipuló conciencias con la bendición tácita de jerarcas que prefirieron mirar hacia otro lado. Ese caso, brutal y vergonzoso, quedó instalado en la memoria colectiva.

Lo que no todos saben —lo que muchos aún prefieren no mirar— es que en Estados Unidos existe un capítulo aún más vasto de silencios y complicidades. Me refiero al escándalo de los Boy Scouts of America, esa organización que durante generaciones se presentó como modelo de disciplina, honor y servicio comunitario. Un espacio donde miles de niños aprendieron a leer mapas, a prender fogatas y a repetir, casi como rezo, las palabras de la ley scout: lealtad, obediencia, pureza.

Detrás de los uniformes y las insignias, sin embargo, se ocultó una realidad escalofriante. Los archivos internos de los Boy Scouts —los llamados perversion files— documentaron miles de acusaciones de abuso sexual contra líderes y voluntarios. Denuncias que nunca llegaron a la policía, sino que se guardaron bajo llave para proteger la imagen de la institución. Las cifras son estremecedoras: más de 92,000 víctimas reconocidas en los juicios recientes. Sí, leyó bien: noventa y dos mil.

La comparación con Marcial Maciel no es gratuita. En ambos casos el patrón se repite: adultos que se infiltran en espacios de confianza, que se aprovechan de la fe de los padres y de la obediencia de los hijos. Maciel lo hizo desde la Iglesia; cientos de líderes en los Boy Scouts lo hicieron desde los campamentos juveniles. En los dos escenarios, la institución supo y calló. El prestigio, el dinero y la reputación pesaron más que la seguridad de los menores.

Aquí el mensaje debe ser directo para los padres de familia: no bajen la guardia. Que sus hijos pertenezcan a los Scouts, a una parroquia, a un equipo deportivo o a una escuela privada no significa que estén automáticamente a salvo. La institución puede presumir tradiciones centenarias y valores nobles, pero eso no borra los riesgos. La confianza social es un imán para los depredadores: saben que si logran entrar a un grupo respetado, la sospecha hacia ellos será mínima y el acceso a los niños más fácil.

Piénselo bien: un pedófilo no va a buscar víctimas en un gimnasio para adultos ni en una discoteca. Lo que hará es infiltrarse en los espacios donde los niños son entregados con confianza plena: una iglesia, un club deportivo, los mismos Boy Scouts. Y mientras los padres respiran tranquilos porque “es un lugar seguro”, ellos encuentran el terreno perfecto para cazar.

Esto no significa encerrar a los hijos en casa. Significa acompañarlos, observar, escuchar y hablar con ellos sin miedo. Que el uniforme, la sotana o el prestigio no nos cieguen. Que sepamos distinguir entre lo que la institución representa en teoría y lo que algunos individuos hacen en la práctica. Porque las instituciones no abusan: son las personas que logran infiltrarse en ellas quienes lo hacen.

Lo de Marcial Maciel nos enseñó que ni siquiera el Vaticano estuvo libre de encubrimientos. Lo de los Boy Scouts nos recuerda que ni la organización juvenil más grande de Estados Unidos fue inmune. ¿Qué nos hace pensar que nuestras comunidades, colegios o clubes deportivos lo están? La lección es dura, pero necesaria: ningún entorno humano es infalible.

Por eso, padres, madres, tutores: mantengan los ojos abiertos. Conozcan a los adultos que rodean a sus hijos. Exijan protocolos claros de protección. Y sobre todo, hablen con sus hijos: la primera línea de defensa siempre es la confianza que se construye en casa.

La dignidad de un niño vale más que cualquier uniforme, más que cualquier sotana, más que cualquier prestigio institucional.

Y eso, aunque algunos quieran olvidarlo, nunca debemos olvidarlo nosotros.

Por Liz Salas