Por: Sergio Soto Azúa
En política todo es lenguaje. Se habla con discursos, con gestos, con silencios. El que gobierna nunca deja de comunicar, incluso cuando guarda silencio. Y ahí comienza una de las estrategias más usadas, pero también más malinterpretadas: la de hacerse inaccesible.
El poder suele vestirse de distancia. No responder llamadas de inmediato, no contestar mensajes en días, dejar que la espera se acumule hasta que el interlocutor se sienta privilegiado cuando por fin recibe atención. Esa táctica no es nueva: se practica desde hace décadas. Antes era el despacho cerrado, la secretaria que decía “el licenciado está en reunión”. Hoy es el doble visto en WhatsApp que nunca se pone azul. La lógica es la misma: administrar el acceso como un recurso escaso.
Y sí, la estrategia tiene su encanto. Filtra lo trivial, evita desgastes, multiplica el deseo de ser escuchado. Quien logra pasar el filtro siente que obtuvo un premio: tiempo exclusivo, atención personalizada. Es la psicología de la escasez aplicada a la política. Igual que en las marcas de lujo: no cualquiera compra, no cualquiera entra, no cualquiera toca la puerta.
Pero lo que funciona en un aparador no siempre funciona en un gobierno. Porque el silencio tiene filo doble: puede proyectar autoridad, pero también puede sonar a desdén. Lo que un político interpreta como cálculo, la ciudadanía lo lee como indiferencia. Lo que parece selectividad hacia adentro, se siente abandono hacia afuera.
En los pasillos del poder local se escuchan historias recientes que lo confirman: conflictos que pudieron apagarse con una llamada a tiempo, pero que se dejaron crecer hasta volverse crisis; quejas ciudadanas que pasaron semanas sin respuesta hasta que la indignación se hizo colectiva; rumores que, al no ser desmentidos, terminaron por convertirse en verdades instaladas. Todo por confiar demasiado en la táctica del silencio.
Hay una frase popular en el norte que lo resume: “con una llamada, las cosas se resolverían en quince minutos”. Esa sentencia es más que un dicho coloquial: es un recordatorio de que muchas crisis políticas nacen no de la acción, sino de la omisión. El silencio, cuando se usa de manera equivocada, no blinda: traiciona.
La historia política mexicana está llena de ejemplos. Los viejos gobernadores construían su autoridad en gran parte a partir de la inaccesibilidad: no cualquiera tenía su número, no cualquiera cruzaba la antesala. Esa distancia daba aura. Pero hoy la lógica cambió. El silencio puede durar horas, no semanas. En la era de las redes sociales y la comunicación instantánea, cada minuto sin respuesta lo ocupa alguien más: un opositor, un periodista, un ciudadano indignado. Lo que antes era símbolo de poder, ahora puede ser síntoma de desconexión.
Presidentes, gobernadores, alcaldes: la inaccesibilidad puede seguir siendo un recurso, pero ya no puede ser el hábito. El silencio funciona para administrar el deseo, sí, pero la respuesta oportuna es la que administra la confianza. Y sin confianza, no hay gobierno que se sostenga.
La estrategia del silencio exige inteligencia quirúrgica: callar para elevar la expectativa en tiempos de calma; responder con firmeza en tiempos de tormenta. Porque la ciudadanía puede perdonar un retraso, pero no perdona la indiferencia. Puede aceptar un margen de espera, pero no tolera la ausencia cuando la casa se está incendiando.
En política, el que contesta tarde todavía puede parecer calculador. El que no contesta nunca, siempre termina siendo prescindible. El silencio es un recurso valioso, pero solo cuando se administra con la misma precisión con la que se administra un presupuesto o una negociación.
El verdadero arte de gobernar no está en desaparecer, sino en aparecer cuando más se necesita. Porque al final, lo que la gente no olvida no es lo que un político dijo, sino cómo los hizo sentir cuando buscó respuestas. Y sentirse ignorado es la emoción más cara que un gobernante puede pagar.
Silencio para administrar el deseo. Respuesta para administrar la crisis. Esa es la ecuación. Quien la confunde, pierde.