por Sergio Soto Azúa
En política, la palabra lo es todo. No hay contrato más poderoso que una promesa pública. No hay documento más fuerte que un compromiso hecho frente a los ciudadanos. Y sin embargo, en México, la palabra de los políticos se ha desgastado hasta convertirse en un recurso sospechoso, en un símbolo de desconfianza.
Las campañas electorales son ejemplo de ello. Muchos aspirantes, en su afán de conquistar simpatías, ofrecen lo que no pueden cumplir o lo que nunca tuvieron intención de cumplir. Al hacerlo, hipotecan no solo su credibilidad, sino la de toda la clase política. Una promesa incumplida no muere con el candidato que la lanzó: se convierte en cicatriz colectiva, en argumento para la indiferencia ciudadana, en un motivo más para que las urnas se vacíen de votos.
Pero hay un fenómeno igual de peligroso: aquellos que sí cumplen, pero lo hacen sin orden ni propósito. Gobernar no es improvisar milagros. Gobernar es diseñar un plan de vida pública, con prioridades claras y un sentido de dirección. Cuando un político no entiende que su vocación es resolver problemas colectivos —la obra pública que cambia la movilidad de una ciudad, la seguridad que devuelve paz a las calles, la salubridad que salva vidas, la educación que abre horizontes—, entonces se convierte en un gestor de ocurrencias, en un administrador de la coyuntura. Y tarde o temprano, ese estilo improvisado se derrumba.
Hay un viejo refrán que dice: “El que no enseña, es como si no trabajara.” En la política, esta frase adquiere un peso doble. De nada sirve construir un puente si nadie lo sabe. De nada sirve abrir un hospital si no se comunica. La relación entre los gobiernos y los medios de comunicación debería ser entendida como un vínculo de beneficio mutuo: los políticos necesitan a la prensa para difundir su trabajo, y la prensa necesita información para cumplir su función social. Sin embargo, demasiados funcionarios creen que pueden prescindir de ese puente, que basta con publicar un boletín en redes sociales para sustituir el diálogo con los medios. Grave error. Quien se cierra a los periodistas se cierra a la memoria colectiva.
Peor aún: muchos confunden la crítica con la enemistad. Un político que no entiende que el cuestionamiento periodístico es parte de las reglas del juego democrático no solo se equivoca: se condena. La mala relación con los medios genera más problemas que beneficios. Un silencio en la prensa equivale a un vacío que otros llenarán con rumores, especulaciones y ataques. El político que cree que puede gobernar sin periodistas está condenado a que su legado se escriba sin él.
La vocación pública se mide también en cómo se administra el presupuesto. Ese dinero no es patrimonio personal, no es un recurso que se guarda bajo llave para negociar lealtades. El presupuesto público debe fluir como un río. Cuando el cauce se interrumpe, el agua se estanca, se corrompe y genera pestilencia. Cuando fluye, en cambio, riega las tierras, multiplica la vida y genera confianza. La transparencia no es un discurso técnico, es una condición vital: el ciudadano debe saber en qué se gasta cada peso, porque de otro modo asume que se lo roban todos.
Muchos gobernantes llegan a sus cargos con la idea de que su función principal es agradar a la sociedad. Creen que un discurso simpático o una sonrisa constante bastan para gobernar. No entienden que el verdadero respeto se gana cuando los resultados hablan por sí mismos. Una calle pavimentada dice más que cien discursos; una escuela bien equipada vale más que diez spots; un sistema de salud que funciona tiene más valor que cualquier campaña de propaganda. El político que confunde aplauso con reconocimiento solo consigue lo primero, nunca lo segundo.
Y sin embargo, hay quienes sí logran trascender. Son los que entienden que la palabra no se regala, se honra. Que la comunicación con los medios no es una guerra de vanidades, sino una alianza necesaria. Que el presupuesto es río, no estanque. Que la vocación no es complacer, sino resolver.
La historia política mexicana está llena de ejemplos de lo contrario: promesas incumplidas, pleitos con la prensa, presupuestos convertidos en botín. Por eso la sociedad carga tanta desconfianza. Pero también, en cada generación, aparecen algunos que entienden la lección. Su legado no son los aplausos de un mitin ni los reflectores de una inauguración, sino la huella de un trabajo bien hecho, documentado y comunicado con transparencia.
La política mexicana no necesita más caudillos de palabra fácil. Necesita servidores públicos cuya palabra tenga peso porque la sostienen con hechos. La memoria colectiva no premia a los que más prometen, sino a los que menos mienten. No a los que se encierran de la prensa, sino a los que dan la cara. No a los que guardan el presupuesto como tesoro personal, sino a los que lo hacen correr como río abierto.
En este país, donde tanto se ha roto la confianza, el verdadero político es aquel que entiende que su palabra no es un arma ni un disfraz: es su único patrimonio. Y cuando la cumple, se convierte en legado.






