por Sergio Soto Azúa

Hace un mes tomé la decisión de invertir tiempo y dinero en mi jardín. No fue un proyecto cualquiera, ni un capricho repentino: fue un compromiso compartido con mi esposa y mis hijos, casi como un experimento familiar. La intención era sencilla: tener un espacio verde y vivo, un lugar que pudiéramos disfrutar y cuidar entre todos. Sin embargo, como casi siempre pasa con las cosas que parecen simples, el jardín me enseñó más lecciones de las que yo imaginaba.

A primera vista, un césped no debería tener demasiada ciencia. Uno pensaría que basta con regar, cortar y esperar a que lo verde se mantenga parejo. Pero pronto me di cuenta de que detrás de un pedazo de pasto hay un universo de detalles: fertilizantes que no son todos iguales, plagas invisibles que se ocultan bajo las hojas, animales que encuentran su propio hogar ahí, la importancia del agua justa, ni más ni menos, y algo que me sorprendió: la oxigenación de la raíz. Resulta que si la tierra se compacta, el pasto deja de respirar, se asfixia lentamente y termina por ponerse amarillo. Nadie lo sospecha, porque desde arriba se ve todo normal, pero debajo la vida empieza a apagarse.

Ese hallazgo me hizo pensar en cómo muchas veces nos pasa lo mismo a las personas. Vivimos como si estuviéramos bien, como si nada faltara, pero en el fondo, por dentro, falta oxígeno. Y no me refiero al aire, sino a ese respiro de nuevas ideas, de actividades que nos sacuden, de momentos que nos recuerdan que estamos vivos. Sin eso, aunque todo parezca en orden, poco a poco nos vamos marchitando.

Ayer, mientras quitaba la hierba mala, la reflexión se me vino encima. Porque la hierba mala se disfraza. Si cortas el pasto demasiado bajo, todo parece uniforme. El verde engaña, y uno cree que no hay nada más. Pero si lo dejas crecer un poco, aparece lo escondido: esa invasión silenciosa de plantas que nadie sembró y que sin pedir permiso se alimentan de la misma tierra. Exactamente así funcionan los vicios.

Un vicio nunca llega con anuncios. No toca la puerta ni se presenta con nombre. Se cuela de a poco, se acomoda en la rutina, se camufla entre lo bueno. Uno piensa que tiene control, que es apenas un detalle, que no hace daño. Pero en silencio va creciendo, echando raíces cada vez más profundas, y cuando por fin uno se da cuenta, ya está extendido por todo el terreno. Y arrancarlo duele, cansa y a veces parece imposible.

La hierba mala le roba al césped lo que necesita para vivir. No es que lo mate de golpe, es que le quita agua, minerales, oxígeno. Lo mismo hacen los vicios con nuestra vida: nos roban energía, tiempo, dinero, salud, concentración. Y lo hacen poco a poco, de manera tan sutil que cuando volteamos ya se llevaron lo mejor de nosotros.

Un jardín no se cuida una vez y ya. No basta con limpiarlo un domingo para olvidarse un mes. Requiere atención diaria, paciencia, disciplina. Igual la vida. No se trata de luchar contra los vicios una sola vez, como quien arranca todas las hierbas de un jalón. Es un trabajo constante: estar atentos, cortar lo que sobra, abrir espacio para lo nuevo, nutrir lo que queremos que crezca. Y si un día bajamos la guardia, la maleza vuelve.

Por eso entendí que la frase “el ocio es la madre de todos los vicios” tiene más razón de la que creemos. Una tierra vacía, descuidada, se llena de maleza. Una mente ociosa, sin propósito, se llena de tentaciones. El descanso no es malo, al contrario: es necesario. Pero cuando no tenemos dirección, cuando dejamos espacios vacíos en nuestra vida, los vicios se apresuran a ocuparlos.

Mientras arrancaba la hierba mala, pensé también en las equivalencias:
El agua, en la vida, es el amor. Sin amor, el jardín se seca.
El sol son los sueños, la energía que nos da sentido y nos impulsa a levantarnos cada mañana.
El abono son las experiencias, incluso las más amargas, que al final nos nutren y fortalecen.
La poda es la disciplina: duele cortar, cuesta renunciar, pero solo así se da espacio a lo nuevo.
Y la aireación de la tierra es la reflexión, esa pausa que abre espacios dentro de uno mismo para que circule el oxígeno de nuevas ideas.

Cada elemento del jardín tiene su espejo en la vida. Y lo curioso es que mientras más lo entiendo, más claro me queda que cuidar un pedazo de tierra no es distinto a cuidarnos a nosotros mismos. La belleza del césped no está en que se vea perfecto, sino en el esfuerzo cotidiano por mantenerlo vivo. La belleza de nuestra vida tampoco está en aparentar, sino en la constancia de arrancar lo que nos daña y alimentar lo que nos fortalece.

Al final, somos el jardín. Y los vicios, como la hierba mala, siempre estarán cerca, esperando descuidos. La tarea no es desesperarse porque existen, sino aprender a vigilarlos, arrancarlos a tiempo y no darles espacio para crecer. Porque la vida, igual que el césped, se vuelve más verde y más hermosa cuando la cuidamos todos los días.