Por : Sergio Soto Azúa
Saltillo, Coahuila, 1 de septiembre del 2025.- Las decisiones importantes nunca llegan con trompetas ni con fanfarrias. Llegan como un golpe silencioso, una chispa que de pronto te dice: hasta aquí. Puede ser después de una discusión, en medio de un fracaso, al recibir una buena noticia o, incluso, en una tarde cualquiera, sin aviso previo. De pronto, algo dentro de ti susurra —o grita—: tengo que cambiar mi vida, tengo que formar una familia, tengo que hacerme millonario, tengo que dejar de perder el tiempo.
Esos momentos son bisagras. No aparecen por azar: son la suma de experiencias, dolores y aprendizajes que se acumulan hasta que la conciencia ya no puede seguir dormida. En ese instante se decide todo. Pero aquí está la trampa: decidir no basta. Lo verdaderamente transformador es diseñar.
Improvisar decisiones sin propósito es como caminar sin mapa: se avanza, sí, pero en círculos. Se cambian trabajos, parejas, casas, ciudades, pero el vacío regresa porque nunca hubo un diseño detrás de los pasos. Se confunde el movimiento con el avance, el cansancio con el logro, la acumulación con el sentido.
El tiempo termina enseñándonos, con golpes duros, que cada elemento de la vida tiene un “para qué” que no se puede olvidar. El tiempo libre no es ocio culpable, es respiro. El dinero no es identidad, es herramienta. El trabajo no es castigo, es legado. La familia no es requisito social, es raíz y refugio. Cuando uno desordena estos “para qué”, la vida cobra factura. Lo hace con una enfermedad que te obliga a frenar, con una pérdida que te recuerda lo frágil que eres, con una crisis que te obliga a redefinir prioridades. La vida corrige. Siempre corrige.
Algunos nunca llegan a estas reflexiones porque viven atados a la urgencia de sobrevivir. Y no hay culpa en eso: su lucha es otra. Pero quienes sí tenemos la posibilidad de ir más allá, quienes podemos elegir, estamos obligados a algo más grande: a diseñar la vida con propósito.
Propósito. Esa palabra se ha vuelto cliché en discursos de autoayuda, pero no es humo. El psiquiatra Viktor Frankl lo resumió tras sobrevivir a los campos de concentración: el ser humano puede atravesar cualquier dolor si encuentra un sentido por el cual vivir. El dinero, el poder, el placer se agotan; lo único que nos sostiene en serio es el sentido.
Y el sentido no es un destino final. Es un hilo conductor que atraviesa cada decisión, desde lo más banal hasta lo más trascendente. Cuando está claro, hasta el cansancio pesa menos, porque sabes para qué cargas. Cuando está ausente, cualquier victoria sabe a ceniza.
Diseñar la vida implica ordenar las piezas de manera consciente. Implica preguntarse por qué quiero lo que quiero. ¿Quiero dinero para comprar libertad o para comprar aplausos? ¿Quiero familia para tener compañía o para cumplir expectativas ajenas? ¿Trabajo para justificar mi existencia o para dejar un legado? Son preguntas incómodas, pero imprescindibles.
Y diseñar también significa aceptar que no todo está bajo control. Los estoicos lo sabían: hay cosas que dependen de nosotros —nuestras acciones, nuestro carácter— y cosas que no —el clima, el mercado, la opinión de los demás—. El arte está en invertir energía en lo primero y serenidad en lo segundo.
La ciencia moderna confirma mucho de esto. Sabemos que los logros materiales se desgastan por la “adaptación hedónica”: el ascenso, el coche nuevo, incluso la lotería pierden brillo rápido. Sabemos que la memoria distorsiona y juzga nuestras experiencias por cómo terminan, no por cómo se vivieron en promedio. Y sabemos, gracias al estudio más largo sobre la felicidad en Harvard, que lo que más predice una vida plena no son los ingresos ni la fama, sino la calidad de nuestras relaciones.
Así que sí: diseñar tu vida también es diseñar tus lealtades. Decidir a quién llamas cuando estás roto, con quién celebras cuando triunfas, con quién compartes el silencio sin sentir vacío. El propósito no se construye solo; se alimenta en comunidad.
Nada de esto significa que debamos trazar un plan rígido que no se pueda mover. La vida siempre cambiará las reglas del juego. Diseñar es más bien tener brújula: saber hacia dónde movernos aunque la ruta cambie. Y esa claridad se obtiene al responder preguntas simples, pero fundamentales: ¿qué quiero?, ¿para qué lo quiero?, ¿qué estoy dispuesto a perder para ganarlo?
Al final, la vida se mide en coherencia. La coherencia de querer lo que de verdad importa y vivir de acuerdo a ello. Coherencia entre el trabajo que hacemos y el propósito que decimos tener. Coherencia entre el amor que decimos dar y el tiempo que realmente ofrecemos. Coherencia entre lo que soñamos y lo que practicamos cada día.
Improvisar es sobrevivir. Diseñar es vivir con dignidad. Y cada mañana nos ofrece esa elección: accidente o propósito, azar o diseño. La chispa que un día nos despierta no es un capricho: es la vida preguntándonos si vamos a seguir caminando en círculos… o si por fin vamos a atrevernos a trazar el mapa.






