por Sergio Soto Azúa

Gerardo Fernández Noroña no esconde sus simpatías. Las presume. Ha viajado a Caracas, se ha fotografiado sonriente con Nicolás Maduro, ha defendido a Cuba en cada foro y ha saludado públicamente a Daniel Ortega. Su trayectoria está llena de guiños a los regímenes que en América Latina encarnan la resistencia a Estados Unidos. Eso podría leerse como coherencia ideológica… hasta que la realidad se impone: Maduro es hoy un presidente con precio internacional, y cada fotografía con él se convierte en arma política dentro de México.

No es un episodio aislado. En 2018, Noroña dijo desde Caracas que la crisis venezolana no era culpa de Maduro, sino del intervencionismo norteamericano. En 2019, subió una foto falsa de multitudes apoyando al chavismo; cuando lo descubrieron, se disculpó, pero el gesto quedó como símbolo de su afán propagandístico. En 2021, apareció en la Asamblea Nacional venezolana al lado de Maduro. Y en 2024 celebró en video que el mandatario “había ganado” elecciones cuestionadas por la comunidad internacional. Son hechos verificables que muestran no una visita diplomática casual, sino un respaldo constante.

Lo mismo ocurre con Cuba y Nicaragua. Noroña ha condenado el “bloqueo criminal” contra La Habana, ha posado en fotos con Miguel Díaz-Canel, ha saludado a Daniel Ortega y ha insistido en que México debe mostrar solidaridad con los regímenes del ALBA. Para él, la coherencia está en enfrentar a Washington y respaldar a quienes resisten su presión. El problema es que, en la coyuntura actual, esa coherencia ideológica se convierte en vulnerabilidad política.

Porque mientras Noroña se abraza con Maduro, Estados Unidos ofrece millones por su captura. Y aunque aquí no se discuta si esas recompensas son válidas o injerencistas, el dato pesa. Para la oposición mexicana, cada foto, cada declaración, cada viaje se vuelve munición. Alejandro “Alito” Moreno lo entendió muy bien: al acusar a Noroña de vínculos con un “narcopresidente” y un “narco gobierno”, no buscaba solo dañar a un senador polémico. Su verdadero blanco era Claudia Sheinbaum.

Esa es la lógica de la política: la mancha se contagia. La narrativa funciona por insinuación: si tu aliado es amigo de un presidente señalado por narcotráfico, entonces tu gobierno también queda bajo sospecha. No importa que no haya pruebas, basta con el estigma.

El problema no es solo la acusación. Es también la respuesta. Noroña eligió reaccionar con insultos, burlas y empujones. El espectáculo en el Senado degradó aún más el debate: dos dirigentes de alto nivel convertidos en gladiadores, un recinto legislativo convertido en ring y la política nacional reducida a espectáculo. Así, la narrativa de la oposición se fortalece: no solo eres amigo de un presidente señalado, también confirmas el estereotipo de pendenciero.

Lo que debería preocupar no es el pleito personal, sino la señal institucional. Porque mientras la presidenta busca mantener una línea diplomática de respeto a la soberanía y neutralidad en el conflicto venezolano, figuras de la 4T exhiben simpatías abiertas con regímenes cuestionados. Esa disonancia le da a la oposición la oportunidad de generalizar: de decir que Morena no es gobierno, sino comparsa de dictadores.

Y ahí entran otros nombres. Paco Ignacio Taibo II, director del Fondo de Cultura Económica, que ha llegado a proponer la nacionalización de empresas privadas y que se declara sin rubor un hombre de izquierda radical. Intelectuales y políticos que, por convicción o romanticismo, siguen defendiendo banderas socialistas como si no hubieran pasado las décadas ni los fracasos. Son ellos quienes alimentan la narrativa de que la 4T no solo es un proyecto progresista, sino un proyecto ideológico cercano a los comunismos latinoamericanos.

Para el ciudadano común, todo esto se traduce en incredulidad y hartazgo. Mientras el país enfrenta problemas de seguridad, inflación y migración, sus dirigentes discuten a gritos sobre quién apesta más y quién se toma fotos con quién. Para el político de altura, la lección debería ser más incómoda: cada gesto tiene precio. Y en un mundo hiperconectado, cada viaje y cada declaración se convierten en munición para los adversarios.

La pregunta de fondo no es si Noroña cree en el socialismo del siglo XXI. La pregunta es qué significa para México que figuras con poder institucional sigan defendiendo a líderes que hoy están en la lista negra internacional. La política exterior mexicana siempre se sostuvo en la Doctrina Estrada, en la no intervención y el respeto a la soberanía. Pero cuando sus propios actores políticos rompen esa neutralidad con abrazos y celebraciones, le abren la puerta a que cualquier opositor convierta la diplomacia en insulto y la simpatía en sospecha.

Y aquí está el punto central: la política exterior de México no puede reducirse a simpatías personales ni a amistades incómodas. Se trata de visión de Estado. De colocar al país por encima de ideologías, de fotos y de ocurrencias. Porque un presidente gobierna con instituciones, no con nostalgias, y un gobierno se mide por sus resultados, no por sus amistades.

Un país serio no puede darse el lujo de que su política exterior se degrade en pleitos de mercado ni que su democracia se vuelva rehén de los viajes y las fotos de unos cuantos. Gobernar no es defender a amigos ideológicos: gobernar es defender a México.

Por Liz Salas