Por: Sergio Soto Azúa

Hay veces en que la historia no la escriben ni los presidentes ni los ejércitos, sino los bichos. Una mosca diminuta, la del gusano barrenador, logró lo que décadas de discursos nacionalistas nunca consiguieron: cerrar la frontera a nuestros becerros y desnudar la dependencia del campo mexicano a los caprichos de Estados Unidos. Treinta años de venderle al norte el becerro en pie, orgullosos de ser el “granero de ganado” para su engorda, y de pronto un insecto nos sacó de la fila y nos mostró que no teníamos plan B.

Los ganaderos del norte —Chihuahua, Sonora, Durango, Coahuila, Tamaulipas— lo saben bien: sus corrales se llenaron de becerros listos para cruzar y de repente la aduana se cerró. No fue un tratado, no fue un pleito diplomático: fue la alerta sanitaria del vecino, que decidió proteger su mercado a rajatabla. Lo que siguió fueron pérdidas millonarias, exportaciones desplomadas y miles de productores con la amarga pregunta: ¿y ahora a quién le vendo?

En el discurso oficial, la respuesta sonó bonita: “fortalecer la producción nacional de carne”. Palabras grandes, plan integral, mesas de coordinación. Pero detrás de las frases se esconde la verdad incómoda: si hubiéramos pensado en nuestro mercado interno antes, no estaríamos a merced de que en Texas aparezca o no aparezca una larva en el hocico de un becerro. El consumidor mexicano, que es quien realmente sostiene la industria, fue siempre la segunda opción. La prioridad fue exportar.

El gusano barrenador se volvió así un espejo cruel. Nos mostró que el negocio más rentable de muchos ganaderos era vender barato en pie, para que allá engordaran y aquí apenas quedaran las sobras. Mientras tanto, la carne en las carnicerías mexicanas se volvió un lujo: cortes de res cada vez más caros, familias que estiran el kilo de bistec como si fuera oro. La paradoja es grotesca: exportamos millones de cabezas, pero en casa la carne se aleja de la mesa popular.

Y aquí es donde viene la otra lectura política. Para Donald Trump, este cierre sanitario es un pretexto de oro. El hombre que vive de alimentar el nacionalismo puede decirle a los estadounidenses: “no necesitamos el becerro mexicano, tenemos nuestra propia carne”. Un gusano se convirtió en su mejor aliado para inflar el “buy American” y fortalecer a sus productores locales. Donde nosotros vemos crisis, él ve campaña. Y lo que para nuestros ganaderos es ruina, para Trump es oportunidad de vender patriotismo en filetes.

En México, la presidenta Claudia Sheinbaum parece querer capitalizar también la coyuntura. Su plan de fortalecer la carne nacional suena bien, aunque está lleno de pendientes: engordas insuficientes, rastro TIF limitados, financiamiento caro. Pero el ángulo más interesante está en otro grano: el maíz. Si el gobierno aplicara la misma lógica del ganado al maíz, Estados Unidos estaría en aprietos. Porque hoy somos el mayor consumidor de tortilla en el mundo, pero también el mejor cliente de los agricultores de Iowa y Nebraska. Millones de toneladas de maíz amarillo cruzan cada año hacia México para sostener a nuestra industria pecuaria y a la cadena alimentaria.

Imaginen por un momento que México decidiera cerrar esa puerta, argumentando protección sanitaria, soberanía alimentaria o cualquier pretexto técnico. Los productores estadounidenses entrarían en pánico: perderían a su mejor cliente. Y aquí, nuestros campesinos tendrían por fin un incentivo real para sembrar y vender su grano sin ser arrasados por las importaciones subsidiadas del norte. ¿Por qué no? Si el gusano sirvió para repensar la carne, podría servir como metáfora para repensar también la tortilla.

Claro, no se trata de cerrar fronteras por capricho. Se trata de entender que la dependencia alimentaria es una forma de vulnerabilidad nacional. Hoy fue el becerro; mañana puede ser el maíz, el trigo o la leche en polvo. Mientras no construyamos una estrategia seria de autosuficiencia parcial, estaremos siempre a merced de decisiones ajenas. El campo mexicano merece más que ser comparsa: necesita crédito, infraestructura, apoyo técnico y visión de largo plazo.

La crisis actual debería aprovecharse para fortalecer engordas nacionales, modernizar rastros, abrir más mercado a cortes con valor agregado y menos a la venta de animales en pie. Y sobre todo, para darle al consumidor mexicano carne a precios razonables. Porque de nada sirve que un ganadero encuentre salida a su becerro si la señora en la carnicería sigue pidiendo “nada más cien gramos” porque no alcanza.

El gusano barrenador nos puso frente al espejo. Nos recordó que los discursos de integración y libre comercio se pueden desplomar con una simple larva. Y también nos enseñó que tanto Trump como Sheinbaum pueden usar la coyuntura a su favor: uno para inflar su bandera, otra para abrir una agenda de soberanía alimentaria que no se atreve a decir con todas sus letras.

Aquí, no se trata sólo de vacas. Se trata de decidir si queremos un país que depende de la aduana del norte para comer o uno que entiende que la tortilla y la carne son tan estratégicas como el petróleo o la electricidad. Tal vez hacía falta un gusano para recordarnos que el verdadero poder no está en la frontera, sino en el plato de cada mexicano.

Por Liz Salas