Por: Alejandro Froto

¿Optimista o triunfalista? Aprende la diferencia… o te vas a estrellar.

Hay una línea muy delgada —pero muy peligrosa— entre tener una actitud positiva y vivir intoxicado por el triunfalismo. Quien no la entiende, termina creyéndose invencible… justo antes de la caída.

Vivimos tiempos donde el discurso vende más que los hechos. La narrativa importa más que la estrategia. Gente que no ha logrado nada ya se siente merecedora del aplauso. Candidatos que no han gobernado ni su casa, ya se sienten presidenciables. Empresas que apenas sobreviven, se venden como unicornios. Gente que no ha leído ni un libro, se cree líder de opinión.

No, no es optimismo. Es triunfalismo. Y es una plaga.

El optimista ve la realidad como es. Sabe que puede mejorar, pero no niega los obstáculos. Sabe que no hay garantías. Que hay que prepararse, trabajar, fallar, corregir y volver a intentar. El optimista no se engaña. Mantiene el ánimo alto sin desconectarse de la realidad. No se excusa ni se victimiza: aprende.

En cambio, el triunfalista vive en una burbuja. Una fantasía inflada por su propio ego. Cree que por desear algo, ya está hecho. Que por “visualizar” el éxito, este llegará solo. Que por repetir frases motivacionales, la realidad se va a rendir.

Y cuando la realidad no coopera, el triunfalista no se cuestiona: culpa a todos. A los críticos, al entorno, al mercado, al árbitro. Él nunca es el problema. Siempre hay una conspiración en su contra.

El triunfalismo no solo es peligroso. Es profundamente irresponsable.

Porque paraliza. Porque ciega. Porque anestesia. Porque te hace creer que no necesitas mejorar, prepararte ni corregir. Que ya estás listo, aunque estés verde. Que vas a ganar, aunque no hayas entendido las reglas del juego.

¿El resultado? Caídas estrepitosas. Fracasos maquillados como “injusticias”. Descalabros que pudieron evitarse, si tan solo hubieran escuchado. Si tan solo hubieran bajado del pedestal.

Hoy lo vemos en la política, donde hay quien se proclama ganador sin haber contado votos. En la empresa, donde hay quien lanza proyectos sin tener ni estructura ni modelo. En lo personal, donde el “yo merezco” ha reemplazado al “yo construyo”.

El triunfalismo es autoengaño. Pero más grave aún: es cobardía disfrazada de arrojo. Es huir de la incertidumbre pintándola de certeza. Es no tener el valor de mirar la realidad a los ojos… y decidir cambiarla.

La diferencia es simple pero radical:
– El optimista se prepara. El triunfalista se infla.
– El optimista construye. El triunfalista presume.
– El optimista aprende del error. El triunfalista lo niega.

Y al final, uno crece… el otro se estrella.

¿Tú en cuál estás?

Por Liz Salas