Por: Alejandro Froto

“Ya nada se repara: se tira”


Vivimos en un tiempo donde todo es extremo: o sirve, o estorba. El punto medio ha muerto.

Todo es blanco o negro. Las cosas —y las personas— ya no se reparan: se desechan. El sistema en el que estamos metidos no tolera las pausas, los matices ni los intermedios. O funcionas al ritmo del mercado, o quedas fuera.

¿Un celular con pantalla rota? No vale la pena repararlo. Cuesta lo mismo comprar uno nuevo. ¿Un refrigerador con tres años de uso? Las refacciones superan el valor original. Según cifras del INEGI, el 66% de los hogares en México desechan aparatos electrónicos sin buscar reparación. Y no es por capricho: es porque el modelo económico ya no contempla la reparación como opción. Vivimos en una cultura del descarte.

Pero lo más alarmante es que esta lógica se ha trasladado a lo humano.

Hoy, una amistad rota no se trabaja, se corta. Un matrimonio en crisis no se reconstruye, se cancela. La relación con los padres, con los hijos, con los vecinos, se mide con una vara binaria: o me aportas o me estorbas. El término medio, el espacio para el diálogo, el disenso respetuoso, la pausa reflexiva… todo eso ya no cabe en el algoritmo.

La tecnología ha profundizado esa fractura. O estás hiperconectado, con cinco redes sociales activas, contenido diario y una imagen impecable… o simplemente no existes. Quien se aísla es raro. Quien no produce contenido es irrelevante. Las redes ya no son redes: son vitrinas de extremos, donde sólo sobresale lo viral, lo escandaloso, lo rápido. El matiz no vende.

La cadena productiva también opera bajo esta lógica. Si no eres rentable, si tu perfil no encaja en el nuevo esquema de eficiencia digital, estás fuera. En México, más del 43% de los trabajadores mayores de 50 años han tenido que migrar a la informalidad porque el mercado ya no los considera útiles. La experiencia ya no pesa. Importa la velocidad, la adaptación inmediata, la juventud forzada.

Incluso en la política y el debate público, la conversación se ha vuelto polar. O eres conservador o progresista. No hay grises. No hay puntos de encuentro. Se ha perdido la capacidad de disentir sin odiar, de debatir sin cancelar, de coexistir sin uniformar.

Nos hablan de tolerancia, de inclusión, de diversidad… pero en la práctica vivimos una dictadura del extremo. O piensas como yo, o eres mi enemigo. O me das la razón, o te silencio. En nombre del respeto, imponemos. En nombre de la libertad, excluimos.

Estamos convirtiéndonos en una sociedad incapaz de habitar el espacio intermedio, ese donde ocurren los matices, donde florece lo humano. Donde no todo es perfecto ni desechable. Donde se puede fallar, reparar, perdonar, reconstruir.

Y eso nos está matando lentamente. Porque en una cultura que desecha todo lo que no sirve al instante, eventualmente todos nos volveremos desechables.

Por Liz Salas