Moral de pueblo chico: el espejismo de la superioridad

En ciudades como Saltillo —donde todo se sabe, todo se escucha y todo se comenta—, la moral no siempre es un valor, sino un disfraz. No se trata tanto de vivir con ética, sino de aparentar una cierta decencia que se vuelve moneda de cambio. Y en ese intercambio constante de juicios y habladurías, lo que más se pierde es la posibilidad de comprendernos entre nosotros.

Vivimos en una sociedad donde se aplaude más la crítica que la empatía. Donde ser “una buena persona” parece implicar estar pendiente de los errores ajenos, y no de los propios. Pero ¿cuándo dejamos de mirar hacia dentro para obsesionarnos con lo que hace el de al lado? ¿Cuándo se volvió un deporte señalar con el dedo en lugar de ofrecer la mano?

La moral, entendida como un conjunto de principios internos que guían nuestras acciones, debería nacer desde la conciencia, no desde el juicio. Sin embargo, en entornos pequeños y costumbristas, muchas veces se convierte en una herramienta de vigilancia, en una especie de control social que castiga lo diferente y premia lo que encaja, aunque sea hipócrita.

Lo más preocupante es que muchas de las personas que se asumen como moralmente superiores —esas que hablan de valores, de lo correcto, de “lo que debe ser”— son las mismas que pasan su tiempo señalando, condenando, y opinando sobre vidas que no conocen, decisiones que no entienden y heridas que no han vivido. ¿Y qué revela esto? Que esa falsa superioridad es, en el fondo, una trampa. Al querer validarse a través del juicio a otros, solo refleja su propia carencia.

La verdad es que no hay personas buenas o malas en sentido absoluto. Hay personas actuando según sus circunstancias, su historia, sus límites, sus recursos emocionales y sus heridas. Reducir a alguien a una acción —a un chisme, a un error, a una etapa— es deshonesto y profundamente injusto. La vida es demasiado compleja como para entenderla en blanco y negro.

Juzgar a otro sin comprender su contexto es como leer una sola página de un libro y sentirte con derecho a opinar sobre la historia completa. Es no tener humildad. Es no tener compasión.

Y esa es otra verdad que cuesta aceptar: muchas veces, el juicio que lanzamos al otro es un espejo de lo que no queremos mirar en nosotros. Aquello que más criticas de alguien suele estar relacionado con algo que te duele, que te molesta, que no te has permitido sanar o aceptar. Es más fácil observar hacia afuera que hacer el trabajo emocional hacia adentro.

Entonces, ¿qué pasaría si, en lugar de vigilar la vida ajena, nos concentráramos en crecer, sanar, entendernos mejor y vivir en coherencia? ¿Qué pasaría si, en lugar de usar la moral para dividir, la usáramos para construirnos como comunidad?

En un mundo ya de por sí lleno de matices, contradicciones y dolores silenciosos, aprender a amarnos, respetarnos y comprendernos puede ser el acto más revolucionario. Ser más gentiles con los demás siempre suma. Y no porque seamos santos, sino porque todos estamos cargando algo que los demás no ven.

La próxima vez que sientas la urgencia de opinar sobre la vida de otro, pregúntate si realmente entiendes lo que esa persona está viviendo. Pregúntate qué te dice de ti esa necesidad de juzgar. Tal vez descubras que detrás de ese impulso no hay claridad, sino carencia. No hay verdad, sino ruido.

Porque al final del día, la única moral que vale la pena practicar es la que se vive en silencio.

Por Liz Salas