Por: Sergio Soto Azúa
Máximo me pidió que un día lo llevara conmigo al box.
Yo entreno muy temprano, y él tenía clases.
Le dije que sí, pero que esperáramos a que llegaran las vacaciones.
Hoy es martes. Y Máximo ya está de vacaciones.
Así que cumplí mi promesa.
Nos levantamos a las 4 de la mañana.
Quería que viera cómo empieza mi día.
No para presumirle nada, sino para enseñarle que la disciplina no se explica: se vive.
Me metí a bañar, como cada mañana, para sacudirme el sueño.
Preparé mis cosas y lo desperté.
Se levantó sin protestar.
Nos bañamos rápido, lo vestí, lo peiné al vuelo.
Todo lo que normalmente hago con calma, hoy lo hicimos con prisa.
Y aun así, nos sobraron 30 minutos antes de salir.
Fue ahí, en ese huequito inesperado, donde apareció la magia.
Yo con mi café.
Él con su lechita.
Nos sentamos juntos. Él todavía con cara de sueño, pero con los ojos muy abiertos.
Y empecé a hablarle.
Le conté por qué me levanto tan temprano.
Le dije que cuando el mundo sigue dormido, el alma se siente más despierta.
Que el silencio de la madrugada es como una hoja limpia, lista para escribirse.
Que es justo en esas horas donde uno puede pensar mejor y escuchar su propia voz sin interrupciones.
Y él me escuchaba.
Atento.
Como si supiera que esos minutos eran importantes.
Como si entendiera que no todos los días uno toma lechita con su papá a las 4:30 de la mañana para hablar de la vida.
Entonces decidí contarle una historia.
Le conté del bambú japonés.
Le dije que cuando siembras su semilla, durante el primer año no pasa nada.
Ni en el segundo.
Ni en el tercero.
Ni en el cuarto.
Tú riegas la tierra todos los días.
La cuidas. La proteges.
Y parece que fracasaste.
Pero tú sigues.
Y entonces, en el quinto año, algo increíble sucede:
el bambú crece más de 20 metros en solo seis semanas.
¿Cómo puede ser?
Porque todo ese tiempo estuvo creciendo hacia abajo.
Echando raíces profundas. Fortaleciendo su base.
Preparándose en silencio.
Si hubiera crecido antes, se habría quebrado.
Pero como supo esperar, ahora nada puede tumbarlo.
Le dije a Máximo que así es la vida.
Que así se entrena.
Que así se sueña.
Que así se construye todo lo valioso.
A veces parece que no pasa nada. Que no estás avanzando.
Pero lo que estás haciendo es echar raíces.
Y las raíces no se ven.
No presumen.
Pero sostienen todo.
Le dije que quien madruga no solo vence al día:
también se encuentra consigo mismo.
Con su fuerza interior.
Con su bambú.
Y cuando terminé de hablar, él me miró con una mezcla de asombro y entendimiento.
Como si ya supiera, en el fondo, que un día él también va a crecer así.
Nos terminamos la lechita y el café.
Subimos al carro y llegamos al box a tiempo.
Y mientras lo veía con sus guantes puestos, moviéndose torpemente, aprendiendo a lanzar sus primeros golpes, entendí algo:
Hoy no lo llevé a entrenar.
Hoy empezamos a regar su bambú.
Ojalá nunca olvide esta mañana.
Y si algún día duda de sí mismo, si siente que no sirve o que no puede…
que recuerde que lo más importante se construye por debajo.
En lo invisible.
En el silencio.
Con constancia.
Porque el que riega todos los días, aunque nadie lo vea,
un día crecerá tan alto
que ni el miedo, ni la duda, ni el viento,
van a poder con él.
Porque no se trata solo de crecer alto.
Se trata de crecer con raíz.