Por: Sergio Soto Azúa

Hay quienes no saludan por las mañanas. Caminan rectos, ajenos a los demás, como si el mundo fuera una pared invisible que atraviesan sin mirar. Hay quienes no esperan ser saludados: aprendieron que la vida no siempre devuelve lo que uno ofrece. Y hay también quienes necesitan, con hambre callada, que alguien los vea, los reconozca, los nombre aunque sea con un “buen día” que dure menos de un suspiro.

Cada gesto —el saludo, la indiferencia, la necesidad— esconde una historia. Nadie nace frío. Nadie nace indiferente. Nos hacemos así, a golpes de decepción o a fuerza de abundancia.

El dolor extremo, como el que aplasta en las orillas de la pobreza, y el poder extremo, como el que aísla en la cima de la riqueza, tienen un efecto curioso: ambos pueden volvernos inmunes a los demás. El que ha sido lastimado demasiadas veces aprende a no esperar nada. El que ha tenido demasiado aprende a no necesitar a nadie. A fuerza de heridas o de exceso, uno deja de tender la mano.

Entre esos extremos vive la clase media, ese espacio que no se celebra ni se lamenta, pero que guarda —en su cotidiana imperfección— un equilibrio: no tan herido como para cerrar el corazón, no tan poderoso como para endurecerlo. Es en la clase media donde aún es posible sonreír por cortesía, saludar por costumbre, convivir sin interés.

No es que ahí no haya dolor ni orgullo. Es que ahí, en ese territorio sin extremos, la esperanza sigue siendo un capital posible. Saludar, en esos casos, no es ingenuidad: es resistencia. Es recordar que antes que consumidores o votantes, somos personas.

Pero también están los otros: los que no caminan rectos ni caminan solos, los que caminan mirando hacia los lados, buscando. Los que han hecho de la aceptación su oxígeno. Gente que necesita ser vista, aprobada, celebrada, para sentir que existe. En un mundo que aplaude rápido y olvida más rápido, vivir de la aceptación ajena es vivir hipotecado.

La obsesión por gustar a todos es una forma de perderse a uno mismo. Termina uno saludando no por cortesía, sino por ansiedad; conviviendo no por alegría, sino por miedo. Y el alma, cuando se entrega por necesidad, siempre regresa vacía.

El equilibrio, si existe, debe estar en otra parte. No en la indiferencia, no en la necesidad de aceptación, no en el desprecio. Quizá en algo más sencillo y más difícil: en la amabilidad serena.

Saludar por las mañanas aunque no te respondan. Sonreír sin esperar aplausos. Mirar al otro reconociendo que, detrás de su prisa o su indiferencia, hay también una historia que no conocemos.

Convivir no por obligación ni por vacío, sino porque somos, en el fondo, caminantes del mismo sendero, aunque cada quien cargue su propio peso.

Hay mañanas en que no saludamos. Hay mañanas en que no nos saludan. Yo —como muchos— he vivido ambas. Pero sigo creyendo que mientras exista uno que salude sin rencor y otro que sonría sin cálculo, habrá algo que el ruido del mundo todavía no puede romper: la sencilla y obstinada dignidad de convivir.

Aunque nadie nos devuelva el saludo.

Por Liz Salas