Por: Sergio Soto Azúa
México no es un país que le tenga paciencia al valor silencioso. Aquí los héroes suelen ser ruidosos, o trágicos, o ambos. Se les aplaude en vida, se les desarma en muerte, se les olvida rápido. Pero muy de vez en cuando aparece alguien que no necesita escribir su biografía; le basta caminar con sus cicatrices.
Omar García Harfuch sobrevivió a algo que muchos no podrían ni imaginar. El 26 de junio de 2020, al filo del amanecer, una lluvia de más de 400 disparos lo atrapó en plena Ciudad de México. Emboscada brutal. Fusiles Barrett, granadas, sicarios del Cártel Jalisco Nueva Generación. El ataque no fue un mensaje: fue una sentencia. Y sin embargo, tres balas lo hirieron, docenas de esquirlas se alojaron en su cuerpo, dos escoltas murieron protegiéndolo, y él —contra toda estadística y todo cálculo— vivió.
Pero vivir no es lo mismo que sobrevivir. Algunos sobreviven para contarlo; otros para seguir adelante. Harfuch eligió la segunda opción. No usó su herida como escudo, no convirtió sus cicatrices en campaña. Regresó al trabajo con la sobriedad de quien sabe que la violencia no se derrota con escándalo, sino con paciencia. Con estrategia. Con inteligencia.
Hoy, como secretario de Seguridad y Protección Ciudadana, enfrenta un reto más ingrato que el atentado: intentar darle al país una seguridad civil en medio de la militarización que se ha normalizado por años. Desde su oficina —más trinchera que despacho— lidera operaciones conjuntas con la Marina, el Ejército, la Guardia Nacional. En meses recientes, los homicidios dolosos han caído más de 30% y ha encabezado decomisos importantes, como el de 64 armas de fuego y miles de cartuchos en Monterrey.
Los números respaldan su método. Pero las cifras son frías, y México es un país de heridas calientes. El 70% de los ciudadanos dicen sentirse inseguros en sus calles. En este país, la estadística pesa menos que el miedo diario.
Y sin embargo, Harfuch permanece. No se desliza hacia los reflectores fáciles. No multiplica entrevistas. No se vende en redes sociales. Se diría que su única campaña es contra el olvido y la inercia.
¿Tiene madera de más? La tiene. Tiene la templanza de quien ha estado cerca de la muerte y ha aprendido que la vida es más que el siguiente titular. Tiene la limpieza de un expediente sin escándalos personales, algo casi insólito en la política mexicana. Tiene el respeto de la fuerza pública, la confianza de la presidenta, el pasado y el presente a favor.
Pero también tiene pendientes. Para aspirar a la Presidencia —ese lugar donde las biografías pesan menos que las narrativas— no basta con sobrevivir ni con resistir. Hay que construir símbolos. Y Harfuch, a pesar de su historia, aún no ha tejido ese puente entre su vida y la imaginación colectiva de un país que, aunque cansado, aún necesita creer.
Le falta el roce de la calle, el pulso de las plazas, el discurso que no solo ordena sino inspira. Le falta mostrar que puede ser más que un garante de orden: un arquitecto de futuro. Que puede hablarle no solo al miedo de México, sino a su esperanza.
No es fácil. La Presidencia no es un premio a la resiliencia. Es un campo donde los sobrevivientes compiten contra los cínicos, y donde las cicatrices no bastan si no saben convertirse en emblemas.
Y sin embargo, no es poca cosa lo que ya tiene. Tiene algo que la política ha perdido hace tiempo: autenticidad. No impostada, no de discurso, sino de fondo. La autenticidad de quien no busca ser héroe ni mártir, sino simplemente no claudicar. De quien entiende que la dignidad no necesita ser anunciada, solo defendida.
En un país donde muchos se doblan por menos de una amenaza, Harfuch sigue caminando derecho, aunque el viento sople en contra. No grita su historia. No la presume. Pero cada vez que cruza una calle o firma un operativo, su silencio pesa más que mil discursos.
El tiempo dirá si le basta. Si su paso sobrio será suficiente para atravesar el barro de la política sin mancharse. Si sus cicatrices no solo serán heridas personales, sino mapas públicos hacia algo mejor.
Mientras tanto, camina. Con sus balas adentro. Con sus muertos a cuestas. Con un país a medio construir en las manos.
No hay certeza de que llegará a la cima.
Pero hay algo más raro: hay dignidad en el intento.