Por: Sergio Soto Azúa
Perder no es lo peor que le puede pasar a un político. Lo peor es no saber qué hacer con una derrota. En América Latina hay una larga lista de líderes que, tras una caída, desaparecieron para siempre. También están los otros: los que hicieron de la paciencia su estrategia y de la derrota, su entrenamiento.
Ahí están Luiz Inácio Lula da Silva y Andrés Manuel López Obrador. Dos hombres que entendieron que perder —una, dos, tres veces— no era una desgracia: era un ensayo general. Lula tardó doce años en llegar. AMLO tardó dieciocho. Ninguno abandonó el escenario. Ninguno cambió el guion. Lo que cambiaron fue la forma de contarlo.
Ambos aprendieron que ganar una elección no basta. Lo importante es construir algo que dure más que un sexenio o un mandato: un movimiento, una narrativa, una base social que permanezca aunque el líder ya no esté en la foto oficial.
Lula perdió en 1989, 1994 y 1998. No rompió. Se volvió menos combativo, más pragmático, más presentable para las élites económicas sin abandonar su raíz popular. Escribió una carta al mercado jurando moderación, y ganó. Gobernó Brasil, dejó el poder en 2010 con índices históricos de popularidad, cayó en desgracia, fue condenado, encarcelado y, contra todo pronóstico, volvió a la presidencia. No por golpe de suerte, sino por método y paciencia.
López Obrador perdió en 2006 y 2012. No rompió. Fundó su partido, caminó municipio por municipio, mitin por mitin. Cambió el tono, no el mensaje. Habló de reconciliación donde antes hablaba de ruptura. En 2018 ganó con mayoría abrumadora. Gobernó México bajo la promesa de no buscar reelección, de ser un presidente de un solo mandato, diferente a todos los anteriores. Y hasta ahora ha cumplido. Hasta ahora.
Ayer, 1 de junio de 2025, México votó algo que parecía menor: la nueva integración del Poder Judicial. No fue una elección presidencial, pero fue más importante que eso. Porque en política el poder real no siempre se gana en las urnas visibles, sino en las trincheras discretas donde se redactan las reglas.
Cambiar jueces, elegir magistrados, redibujar los equilibrios internos: eso es más duradero que un sexenio. Eso sobrevive al aplauso y al olvido. Cambiar el Poder Judicial no solo es renovar nombres: es cambiar los cimientos que sostienen la democracia. Y cambiar los cimientos es cambiarlo todo.
Lula no modificó la Constitución para reelegirse. Esperó. Se mantuvo vivo políticamente, resistió embates, construyó una narrativa de víctima perseguida y, cuando el viento cambió, regresó. AMLO no necesita romper su palabra para permanecer: le basta con cambiar el tablero antes de salir. Un Poder Judicial modelado por su proyecto es una garantía más sólida que cualquier reelección.
Muchos ayer pensaron que elegían jueces. Otros, más atentos, saben que elegimos algo más: el tipo de país que heredarán las siguientes generaciones. Uno con poderes divididos o uno con poderes alineados.
El poder inteligente no siempre es el que se muestra. A veces es el que se siembra. Lula lo entendió. AMLO lo entiende. Y mientras la mayoría festejaba victorias de corto plazo o lamentaba derrotas aparentes, ellos construían en silencio su permanencia.
Porque en la política moderna no siempre manda quien ocupa la silla. A veces gobierna quien escribe las reglas y se marcha en silencio.
Ayer fue un domingo cualquiera. Hoy, que despertamos lunes, el país ya no es exactamente el mismo. Cambiarán los nombres, cambiarán los rostros, pero el libreto ya está escrito.
Y los verdaderos autores —como siempre— ya van en camino hacia otra parte.