No todo lo legal es justo. No todo lo conveniente es correcto.
En política, las decisiones no siempre se toman con base en principios, sino en cálculos.
¿Debe un gobernante hacer lo que es correcto o lo que le conviene?
Este dilema, más común de lo que parece, define la ética real del poder.

En política, hay decisiones que no se toman con el corazón, sino con el estómago. No porque falte conciencia moral, sino porque el poder tiene su propia lógica. Y esa lógica no siempre coincide con lo que es justo.

Un político que toma decisiones reales —no discursos, no promesas, decisiones— enfrenta con frecuencia un dilema incómodo: hacer lo éticamente correcto o lo políticamente correcto. Y aunque parezca que deberían ser lo mismo, rara vez lo son.

Lo éticamente correcto implica actuar conforme a principios: justicia, dignidad, verdad. Es proteger al débil aunque eso signifique enemistarse con el fuerte. Es no mentir, no simular, no negociar lo que no se debe negociar. En cambio, lo políticamente correcto responde a la lógica de la gobernabilidad, la popularidad o la conveniencia: mantener una alianza, no abrir un frente innecesario, no perder control del Congreso, no poner en riesgo el presupuesto. Es, muchas veces, elegir el mal menor… para evitar el mal mayor.

¿Es eso cinismo? No necesariamente. Es una trampa que impone el sistema: el político que se aferra únicamente a lo ético puede perder la fuerza para cambiar las cosas. Pero el que se entrega por completo a lo políticamente útil termina justificando cualquier cosa.

Pongamos un ejemplo concreto: en muchos municipios del país, hay autoridades que toman decisiones no pensando en el bien común, sino en mantener estructuras de control político. Por ejemplo, cuando se manipulan licitaciones para favorecer a aliados, se encubren actos de corrupción para evitar conflictos, o se modifican reglamentos municipales no por razones técnicas, sino para asegurar cuotas de poder. En estos casos, el poder se convierte en un instrumento de autopreservación, no de transformación. Lo ético —actuar con integridad, dar cuentas, respetar límites— es desplazado por lo funcional: conservar fuerza política, evitar escándalos, blindarse. Ese es el dilema: elegir entre hacer lo correcto… o hacer lo que más conviene para seguir mandando.

La línea entre ética y política se tensa aún más en gobiernos locales, donde los márgenes de maniobra son pequeños, pero el impacto de las decisiones es profundo. Porque muchas veces, lo que es correcto en términos morales no es viable en términos prácticos. Y lo que es viable, muchas veces, no es decente.

Por eso el ejercicio del poder requiere más que inteligencia: requiere brújula. El político no solo debe preguntarse qué le conviene, sino también qué puede sostener con honestidad, qué consecuencias está dispuesto a cargar y qué historia quiere contar de sí mismo cuando ya no tenga cargos que proteger.

La política no debería ser el arte de hacer lo necesario a costa de lo correcto, sino el arte de construir condiciones donde lo correcto sea también lo posible. Esa es la verdadera altura de miras. Pero lograrlo exige más que cálculo: exige carácter.

Porque en política no siempre gana el que tiene la razón. A veces gana el que sabe hasta dónde puede ceder… sin traicionarse.

Por Liz Salas