Por: Sergio Soto Azúa
No fue una consulta. Fue una orden.
No fue una propuesta. Fue una imposición.
Así nació la reforma judicial que hoy quieren que avalemos en las urnas.
El próximo domingo, millones de mexicanos están convocados a votar por jueces, magistrados y ministros. Morena y el partido en el poder aseguran que es un ejercicio democrático inédito. Dicen que por fin se escuchará al pueblo, que ahora sí, los de abajo decidirán sobre los de arriba. Suena bien. Suena justo. Pero suena, sobre todo, a simulación.
Porque el problema no es que se vote. El problema es que nunca se nos preguntó si queríamos votar.
La reforma judicial, impulsada desde el corazón del obradorismo, no nació del consenso, ni de los foros ciudadanos, ni de un mandato popular explícito. Nació del poder absoluto que durante seis años concentró el presidente Andrés Manuel López Obrador: mayorías legislativas, gobernadores alineados, ministros debilitados, y encuestas que se repiten como mantras hasta que parezcan verdades.
En ningún momento se le preguntó a la gente si deseaba elegir a los jueces. Se le dijo que lo haría, y punto.
Hoy, quienes levantan la voz para señalar esa contradicción —incluso aquellos que llaman a no votar en un proceso que consideran ilegítimo— son tachados de antidemocráticos. Pero, ¿de verdad lo son?
¿Es antidemocrático abstenerse de un proceso cuyo diseño fue profundamente autoritario?
¿Es antidemocrático negarse a validar una decisión que nunca pasó por el tamiz del debate abierto?
No. Eso también es democracia. La democracia también se defiende diciendo no.
Y sin embargo, el aparato oficialista insiste. Lanza campañas con lenguaje emotivo: “Vota por la justicia”, “haz historia”, “elige tú a los jueces”. Como si estuviéramos eligiendo a héroes populares. Como si esta elección no estuviera ya condicionada por el poder que la parió.
Pero los jueces no son candidatos. No tienen campañas, ni debates, ni trayectorias públicas que la gente conozca. Muchos ciudadanos irán a las urnas sin saber quiénes son los nombres en la boleta. Y esa ignorancia no es culpa del votante. Es parte del plan.
Porque al final, más que una elección, lo que se busca es una validación. Una fotografía para el mundo. Un titular que diga: “El pueblo eligió a sus jueces”. Y así, bajo el manto de una participación masiva —aunque desinformada—, se consolidará uno de los cambios más delicados del Estado mexicano: el sometimiento de la justicia al poder popular manipulado.
La democracia no es solo votar. Es saber para qué se vota, por qué se vota y con qué consecuencias. La democracia no puede usarse como disfraz de un autoritarismo barnizado con tinta electoral.
Y mientras se libra esta discusión, en la calle hay otra preocupación más urgente, más concreta: ¿Cuántos de los lectores de esta columna fueron consultados sobre esta reforma? ¿Cuántos sabían que el domingo tendrían que elegir jueces? ¿Cuántos conocen las trayectorias, las propuestas, los antecedentes de los candidatos?
La respuesta, casi siempre, es la misma: ninguno.
Entonces, ¿de verdad es democrático lo que no nació del consenso ni de la información?
A esta reforma la presentaron como una victoria del pueblo, pero es un capricho del poder. Y quienes lo ejecutan, lo saben. Lo saben tan bien que ahora acusan de traidores a quienes no quieren participar. Les llaman saboteadores. Les dicen cobardes. Cuando en realidad, muchos de ellos solo están defendiendo el derecho más profundo de cualquier ciudadano libre: el de no ser usado.
Porque eso es lo que más duele de este proceso. Que al ciudadano no se le respeta. Se le utiliza.
Y el próximo domingo, entre las urnas, el calor y la propaganda, eso se sentirá. Se sentirá en la boleta que no dice nada. En el nombre que no reconoces. En la elección que no elegiste tener.
Este no es un llamado a la abstención. Es un llamado a la conciencia.
Cada quien decidirá si participa o no. Pero que lo haga con los ojos abiertos. Que sepa que detrás de esa elección no hay justicia, hay estrategia. No hay pueblo, hay cálculo. No hay transparencia, hay simulación.
Y si aún así decides votar, hazlo. Es tu derecho.
Y si decides no votar, también. Porque el silencio, cuando es consciente, también es respuesta.
Al final, lo que está en juego no es solo una reforma judicial.
Es la forma en la que vamos a permitir que el poder se imponga de ahora en adelante: disfrazado de pueblo, o con el pueblo de verdad.
En tiempos como estos, votar sin saber por qué, también puede ser una forma de rendición.
Y este país —con todo lo que ha costado levantarlo— no se merece rendirse.