por Sergio Soto Azúa

No lo supe cuando pasó. Lo entendí después, cuando ya me había callado demasiadas veces.

Era un domingo y estaban todos. La familia, los primos, los amigos. Una conversación casual, una noticia en la tele, y de pronto alguien dijo:
“Pues también hay que entenderlos… muchos entran al narco porque no tienen de otra.”

Lo dijeron con buena intención, como quien lanza una frase que suena razonable.
Pero algo me dolió.

¿Y nosotros? —quise decir.
¿Nosotros que sí tuvimos de otra, pero que aun así la sufrimos, la peleamos, la trabajamos?

¿Por qué ahora hay que comprender más al que aterra que al que resiste?

Ese día me quedé callado. Hoy ya no.

Porque me cansé de ver cómo al miedo se le da micrófono.
Y al valor, se le da silencio.

“Abrazos, no balazos” fue una frase pensada para calmar. Para mostrar una política distinta.
Pero en la práctica, lo que ha dejado es una sociedad sola, cercada por el crimen, mientras el Estado —a veces por convicción, a veces por comodidad— decide no pelear.

No es metáfora. Es geografía.
Hay regiones de este país donde ya no manda el gobierno, ni la ley, ni la razón.
Donde el poder lo tiene quien más miedo infunde y quien más hombres arma.
Donde las reglas no están escritas en la Constitución, sino en mensajes clavados a la puerta.

¿Y el ciudadano?
El ciudadano sobrevive.
Aprende a moverse. A callar. A no mirar.
Y mientras tanto, el Estado repite que no habrá confrontación. Que la violencia se ataca con programas sociales, con empleo, con cultura.

Pero cuando la bala entra en tu casa, ¿de qué te sirve el discurso?

No se trata de desear violencia.
Se trata de reconocer que la paz no es neutralidad.
Que el que no combate al crimen, lo deja crecer.

Y no, no todo se arregla con abrazos.
Porque hay gente que ya se volvió impermeable al afecto.
Gente que no quiere oportunidades, sino territorio.
No busca justicia, busca control.
Y para ellos, los abrazos no son una salida. Son una ventaja.

A los buenos, abrazos.
A los que madrugan.
A los que crían hijos con dignidad.
A los que trabajan sin pedir nada.
A los que lloran en silencio por el hijo que ya no volvió.
A los que no tienen más defensa que una cerradura.

Pero al crimen, no.
Al crimen se le combate.
Se le enfrenta.
Se le persigue con inteligencia, con ley, con fuerza legítima.

Lo contrario no es pacifismo.
Es renuncia.

Y mientras eso ocurre, hay otra batalla silenciosa: la del lenguaje.
Ahí donde la música también fue tomada por los cárteles.
Ahí donde los narco-corridos se volvieron estandartes.
Ahí donde los adolescentes admiran a un hombre armado antes que a un hombre decente.

El corrido bélico no es cultura popular.
Es propaganda.
Es marketing del terror.
Canciones que glorifican al asesino, que humanizan al secuestrador, que convierten al sicario en leyenda.

Y el problema no es solo que existan.
Es que se bailan.
Se repiten.
Se corean.
Y se comparten en redes como si fueran logros nacionales.

México le canta a sus verdugos con más pasión que a sus héroes.

¿Dónde están los himnos para los valientes que no se vendieron?
¿Quién compone para los policías honestos?
¿Para los periodistas que no se callaron?
¿Para las madres buscadoras?

Los abrazos, cuando se dan sin criterio, pierden valor.
No todo el que pide paz la merece.
No todo el que baja el arma quiere redención.
A veces solo están recargando.

Y el gobierno —al repetir su mantra— le dio al crimen algo que no tenía: impunidad con aplausos.
Porque no es solo que no los enfrenten.
Es que los entienden.
Y lo que un país entiende, termina justificándolo.

Y mientras tanto, ¿qué nos queda a los demás?

Nos queda resistir.
Nos queda señalar.
Nos queda escribir esto aunque duela.
Nos queda hablar por quienes ya no pueden.

A los buenos, abrazos.
Y no porque sean frágiles.
Sino porque ya han resistido demasiado.

Y a los otros, no.
A los otros, todo el peso de la ley.
Todo el desprecio de la sociedad.
Toda la claridad de un país que no confunde sensibilidad con debilidad.

Porque si un día todo es abrazable, entonces todo es justificable.
Y un país que lo justifica todo, termina por no defender nada.

Que nadie se equivoque:
Este no es un llamado al odio.
Es un grito de hartazgo.
Un reclamo de justicia.
Una exigencia de sentido común.

Porque cuando el crimen organizado se vuelve símbolo,
cuando el silencio es estrategia y la música se arrodilla ante el miedo,
ya no se trata de política.

Se trata de dignidad.

Por Liz Salas