por Sergio Soto Azúa
El otro día, un amigo me contó que lo despertó un almohadaso. No una alarma, no un llanto, no un sismo. Una almohada, directo en la cara, lanzada con intención quirúrgica. Estaban en un hotel, de viaje familiar. Ella con un hijo, él con el otro. Dos camas. Dos adultos agotados. Y, al parecer, uno de ellos roncando.
Ese era él. Dormido, inconsciente, inocente… hasta que le llegó el trancazo. Se despertó confundido, como si lo hubieran declarado culpable en un juicio que no sabía que existía. Ella, molesta: “No me dejas dormir”. Él, sin defensa: “Estoy dormido, no me doy cuenta”. Pero ya era demasiado tarde. Ya había sentencia. Y castigo.
Ese almohadaso es mucho más que un gesto doméstico. Es una escena que representa una dinámica que viven muchas relaciones, sin importar la edad ni el estado civil.
En muchas parejas, se repite un patrón: el hombre actúa sin intención de dañar. La mujer reacciona con emoción precisa, a veces como forma de expresar lo que no se dijo. Uno está dormido, literal o simbólicamente. La otra, despierta y acumulando.
El hombre llega a casa con la cabeza llena. No porque no quiera amar, sino porque está agotado. Porque todo lo que carga no cabe en palabras. Porque muchas veces lo han enseñado a resistir, no a hablar.
Pero cuando llega sin sonrisa, sin abrazo, sin flores ni preguntas profundas, la mujer traduce eso como desapego. Como frialdad. Como desamor. Y empieza la guerra fría en silencio.
Ella esconde el control remoto.
Responde con monosílabos.
Retira el café.
No dice que está enojada. Solo lo está. Y lo demuestra con arte.
Y él no entiende nada.
Porque en su cabeza no hubo intención de dañar. Solo está cansado. Solo está procesando. Solo está sobreviviendo.
Lo mismo pasa con el que se tarda en contestar un mensaje. O con el que se va al sillón a ver la tele sin hablar. O con el que un día no quiere conversar.
Él no lo hace por crueldad.
Pero ella siente que no la eligen.
Y responde como si fuera personal.
Y no lo es. O al menos, no lo era.
La mujer quiere ser entendida sin tener que explicarse.
Y el hombre quiere que le crean que no todo es contra ella.
Y muchas veces, cuando el hombre ya no discute, no es porque haya aceptado. Es porque se rindió. Porque se hartó de pelear por cosas que no entiende. Y muchas mujeres lo saben. Saben que si insisten lo suficiente, él se va a rendir. Lo saben y lo usan. Y poco a poco, apagan al hombre que un día las enamoró. Al que se reía. Al que proponía. Al que decidía. Y luego, lo critican por haber cambiado.
Hay relaciones que se deshacen por esto. No por infidelidad. No por traición. Sino por la acumulación de malos entendidos que nadie quiso poner sobre la mesa.
Y esto no es exclusivo de los casados. Le pasa al que está en su primer noviazgo y no entiende por qué lo dejaron por “indiferente”. Al que no supo leer una mirada. Al que no se disculpó por un silencio. Al que respondió con lógica lo que necesitaba empatía.
También le pasa a ella. A la que nunca dijo que algo le molestaba hasta que un día explotó. A la que quiso que él lo adivinara todo. A la que se sintió ignorada, pero nunca lo dijo en voz alta.
Esto es para todos. Para los que viven juntos y para los que ya no. Para los que aún no están en pareja, pero no quieren repetir lo mismo. Para los que creen que amar es adivinar. O que sentirse mal es razón para castigar.
Y también es para los que creen que ya no están a tiempo. Porque a veces, una sola conversación honesta vale más que meses de distancia emocional. A veces no hace falta terapia ni viaje ni ruptura. Hace falta un “oye, esto me pasó y no supe decirlo”. Hace falta un “no era contigo”. O un “pensé que lo entendías, pero nunca lo preguntaste”.
Tal vez el problema no es que roncamos. Tal vez es que no hablamos. Que no preguntamos. Que no pedimos. Que no decimos: “Hoy no estoy bien”. O “Necesito un momento”. O “No tiene nada que ver contigo”.
El amor no se trata de que no haya fallas. Se trata de no asumir que todas las fallas son personales.
Porque todo lo que no se dice se convierte en almohada. Y todo lo que se lanza, tarde o temprano, regresa.
Y no siempre regresa suave.