por: Sergio Soto Azúa
Un día alguien muy cercano a mí me dijo:
—Tú podrías ayudarme, pero no lo haces.
Y no lo dijo con tristeza. Lo dijo con enojo. Con reclamo. Como si yo le debiera algo. Como si tener un poco más que otros fuera un pecado.
No me preguntó cómo llegué aquí. Ni cuánto me costó.
No me preguntó si podía, si estaba bien, si quería.
Solo me dijo: deberías.
Y ese “deberías” me pesó como si llevara una mochila ajena.
Ahí entendí algo que nadie me explicó cuando comencé a trabajar, a levantarme temprano, a decir que no, a aguantarme ganas, a renunciar a cosas que quería por cosas que necesitaba:
el día que te vaya bien, algunos van a sentir que les debes.
No te van a felicitar. Te van a pasar la cuenta.
Y no hablo de extraños. Hablo de los tuyos. De los que crecieron contigo. De los que comieron de la misma olla.
Porque ahí nace el sentimiento más peligroso: el de “si tú pudiste, me toca que me des.”
Y no.
No te toca.
Y no me toca darte.
Puedo hacerlo.
Y si quiero, lo haré.
Pero no me lo exijas como si fuera tu derecho.
Porque entonces dejas de ser mi gente, y te conviertes en mi carga.
Y yo no trabajé toda una vida para seguir arrastrando lo que otros no quieren soltar.
Lo que más lastima no es que te pidan, es que te reclamen.
No es la necesidad, es la exigencia disfrazada de cercanía.
Como si el éxito fuera una traición. Como si haber salido del mismo barrio, de la misma casa o de la misma infancia te condenara a no salir nunca del todo.
Y aquí viene lo más irónico de todo:
El que hoy exige, si algún día prospera, se va a dar cuenta de lo que se siente.
Porque la misma boca que hoy dice “dame”, mañana va a escuchar “deberías.”
Y va a doler igual.
Porque ayudar desde el corazón es un acto noble.
Pero ayudar desde la presión es una esclavitud emocional.
Y te lo digo claro, lector:
He ayudado. A muchos.
Con tiempo, con dinero, con contactos, con consejos.
Y lo volveré a hacer. No por culpa, no por miedo, no por obligación.
Sino porque creo en el bien. En dar cuando puedes. En tender la mano sin esperar aplauso.
Pero descubrí que cuando ya no das, a veces te reclaman como si nunca hubieras dado.
Como si el único acto que contara fuera el último.
Y ahí duele.
Porque te das cuenta de que no te veían como familia, sino como cajero.
No como amigo, sino como proveedor.
Y tú también te cansas.
A veces ayudas y das más de lo que puedes.
Y no por debilidad, sino porque eres leal.
Porque confías.
Porque esperas que lo poco o lo mucho que diste quede guardado en la memoria de quien lo recibió.
Pero un día dejas de dar —porque no puedes o porque ya no debes— y entonces viene el reclamo, la deslealtad, la herida.
Y ahí entiendes que para algunos, ayudar nunca es suficiente.
Porque no buscan un gesto, buscan dependencia.
Y cuando no se las das, cambian contigo.
No confundas solidaridad con obligación.
Ni generosidad con deuda.
Ni cercanía con derecho.
Ayuda si puedes. Agradece si te ayudan.
Y si toca tomar distancia, hazlo con dignidad.
Porque poner un límite no rompe la lealtad.
Rompe el abuso.






