Por: Alejandro Froto

Reflexiones sobre el gesto político en tiempos de exposición total

Durante buena parte del siglo XX, la figura del político se construyó sobre un ideal de sobriedad emocional. La impasibilidad era signo de experiencia; el rostro neutro, símbolo de control. En esa tradición, la política se ejercía con rostro imperturbable, como si el temple se midiera por la capacidad de no reaccionar. A ese estado los antiguos lo llamaban ataraxia: la calma interior ante el caos exterior.

No era sólo una actitud: era una estrategia. Un viejo dicho lo resumía con crudeza: “la política es el arte de comer mierda sin hacer gestos”. Otro, más poético, decía que el político debía ser como el ave que cruza el pantano sin mancharse. En ambos casos, la enseñanza era la misma: el poder se ejerce sin mostrar debilidad, sin exhibir emociones.

Hoy, esa escuela parece haber desaparecido.

Los políticos actuales gesticulan, se exaltan, lloran, se indignan frente a las cámaras. Nada ocultan, todo lo expresan. Y ese cambio no es menor: responde a una época donde la visibilidad lo es todo y la espontaneidad se valora más que la mesura. En la era de las redes sociales, el gesto se convierte en mensaje y la emoción en estrategia. La política ya no sólo se hace, ahora también se representa.

Pero conviene detenerse a pensar: ¿es esto un avance o una pérdida?

La palabra “ataraxia” proviene del griego antiguo y significa literalmente “ausencia de turbación”. Fue central en las filosofías del epicureísmo y el estoicismo, donde se entendía como una cualidad del sabio: aquel que no se deja arrastrar por las pasiones ni por los acontecimientos externos. En política, esa idea se tradujo en la capacidad de mantener la compostura incluso ante la provocación o la crisis.

El dominio de la expresión facial fue, por mucho tiempo, parte del entrenamiento político. Se hablaba incluso de la “poker face” del dirigente: ese rostro impenetrable que no revela intenciones, que no anticipa decisiones, que no delata debilidades. Era un recurso útil en la negociación, en el conflicto, en la gestión de la incertidumbre.

Ejemplos sobran. En México, figuras como Carlos Salinas de Gortari cultivaron esa imagen de frío control. Su rostro rara vez expresaba algo distinto a la serenidad. En contraste, en la política reciente, líderes como Andrés Manuel López Obrador optan por una comunicación gestual mucho más abierta, que busca conectar emocionalmente con la audiencia. El contraste entre ambos estilos refleja también un cambio de época y de expectativas sociales respecto al liderazgo.

Es cierto que la frialdad extrema deshumaniza. El silencio absoluto frente a la tragedia puede parecer indiferencia. Y sin embargo, la exhibición constante de emociones también desgasta la investidura, debilita la imagen de solidez que requiere quien lidera. Porque si todo se nota, si todo se dice, si todo se actúa, ¿qué queda para lo esencial?

El político, como el actor trágico, debe dominar el arte del gesto justo. No el fingimiento, sino la contención. No la farsa, sino la conciencia de que el poder exige equilibrio. Entre el silencio de la vieja guardia y el histrionismo de algunos liderazgos contemporáneos, quizá haya una tercera vía: la templanza.

En tiempos de exposición total, quizá la verdadera fuerza política consista en saber cuándo hablar y cuándo callar, cuándo mostrar y cuándo guardar. La ataraxia no como indiferencia, sino como virtud del que no se deja arrastrar por la inmediatez.

Por Liz Salas