Por: Sergio Soto Azúa

Este viernes 23 de mayo entregué una carta. La firmé con mi nombre, con mi historia y con una sentencia judicial en la mano.

No fue un berrinche. No fue un desahogo. Fue una solicitud formal, legítima, respaldada por un fallo del Poder Judicial del Estado de Coahuila, que declaró —sin espacio a duda— que mi familia y yo fuimos víctimas de daño moral por parte de otro socio del Club Campestre de Saltillo. Daño con dolo. Con malicia. Con difusión pagada.

No es menor lo que se ventiló ni lo que se juzgó: hubo acusaciones públicas de extorsión, imputaciones falsas de delitos graves, burlas sobre mi esposa, dudas sobre la paternidad de mi hijo, señalamientos de “indocumentados” y un intento sistemático de desacreditar mi trabajo como periodista.
Pero esta vez, la justicia no se quedó en silencio. Habló. Y lo hizo con contundencia.

El juez no solo acreditó los hechos. Condenó al agresor. Ordenó una disculpa pública. Y reconoció los efectos emocionales y sociales que todo esto provocó en nosotros. Fue una reparación legal, sí, pero también simbólica.

Y sin embargo —y esto es lo que duele— el Club al que pertenezco, al que pago cuotas, al que llevo a mis hijos, guardó silencio cuando más importaba. Cuando pedí, hace más de un año, que se atendiera el tema, que se protegiera la dignidad de sus socios, que se abriera una discusión sobre los límites éticos de la convivencia, me respondieron que era un “conflicto entre particulares”.

Hoy ya no lo es. Hoy hay una sentencia.

Y por eso regresé al mismo Club. No con rencor. No con revancha. Con un sobre en la mano, y una exigencia clara: que se convoque a Asamblea, que se analicen los estatutos, y que se discuta si alguien que ha sido condenado por dañar a una familia socia, puede seguir siendo parte de la comunidad sin consecuencias.

No pido linchamientos. Pido coherencia. Pido que los principios que se presumen en las paredes del Club también vivan en sus decisiones.
El próximo lunes el Consejo sesionará. Esta vez, no hay excusas. Esta vez, no hay silencio cómodo.

Porque la justicia ya habló.
Ahora le toca al Club.

Por Liz Salas