Por: Sergio Soto Azúa
Vi un video. Una entrevista breve. A un tipo vestido con elegancia le preguntan qué hacía antes de ser multimillonario. Y él, sin dudar, responde: “yo no soy multimillonario, soy de la realeza africana”. Se ríen. Pero luego lanza una frase que vale más que su traje: “no te dejes impresionar por nadie, ni siquiera por los multimillonarios. Ellos también están luchando por no ser reemplazados”.
Esa frase se me quedó grabada. Porque dice todo sin gritarlo. Porque desmonta esa narrativa que nos hemos tragado desde siempre: que los poderosos viven sin miedo, que el éxito da paz, que los que están arriba están completos. La realidad es otra. El verdadero poder no relaja. A menudo sofoca. El que está arriba no siempre disfruta la vista; muchas veces sólo vigila que nadie más esté subiendo.
No te dejes impresionar por los cargos, por los lujos, por las poses. Mucha gente con dinero vive obsesionada con que no se note el miedo que tienen a perderlo. Muchos de los que hoy presumen poder, en privado, solo ensayan cómo no ser olvidados. Lo que ves en redes, en eventos, en entrevistas, muchas veces es maquillaje para disimular la ansiedad. Porque si tú estás luchando por llegar, ellos están luchando por no bajar. Y ese tipo de batalla también desgasta. También cobra factura.
Y esto no es una defensa de los que están arriba. Es un mensaje para los que están abajo: para que dejen de sentirse menos. Para que dejen de pensar que valen por lo que poseen. Porque sí, hay diferencias. De ingreso, de entorno, de acceso. Pero no de dignidad. No de valor humano. Cada quien lucha su propia guerra. La diferencia es que algunos luchan por subir… y otros solo por no caer.
A veces creemos que la gente poderosa es intocable. Pero todos tenemos puntos débiles. Todos dudamos. Todos en algún momento hemos sentido que podríamos ser reemplazables. Ellos también. Aunque lo escondan detrás de trajes a la medida y discursos perfectos. Aunque tengan un cargo que suena fuerte o una casa donde no entra el ruido. El miedo también los visita. La inseguridad también los muerde.
Lo más triste es que muchos terminan viviendo atrapados por lo que construyeron. Se vuelven prisioneros de su imagen. No pueden bajar de la cima sin que alguien lo note. No pueden confesar su cansancio sin que eso se vea como una debilidad. Algunos, incluso, ya no saben si siguen subiendo por deseo… o solo por inercia. Porque detenerse sería admitir que están agotados.
Por eso, no te dejes impresionar. No por los que tienen más, ni por los que aparentan más. Porque muchos de ellos están actuando. Fingiendo calma, ensayando fortaleza. Y tú, aunque no tengas todo lo que deseas, puedes tener algo que no se compra: firmeza. Puedes tener claridad. Puedes tener autenticidad. Y eso, en estos tiempos, vale más que cualquier tarjeta de presentación.
Cuando te dejas impresionar, cedes poder. Cuando crees que alguien está por encima de ti por su apellido o su cuenta bancaria, ya perdiste antes de empezar. La clave está en mirarte al espejo y recordar que tu valor no sube ni baja por cómo te miren. Que tu voz no se debilita si no la aplauden. Que tu lugar no te lo da el otro: te lo das tú.
Y si acaso alguna vez te toca sentarte frente a alguien que creías superior, no lo veas hacia arriba. Míralo de frente. Porque ahí vas a notar que muchos no tienen tanto como aparentan. Que sus silencios dicen más que sus palabras. Que el respeto que te tienen depende de cuánto respeto tú decidas tenerte. Nadie te pisa si tú no te agachas primero.
El respeto no se mendiga. Se camina. Y eso no depende de dónde naciste, ni de cuánto tienes, ni de quién te respalda. Depende de cómo enfrentas tu propia historia. De cómo te paras cuando todo tiembla. De cómo respondes cuando alguien intenta hacerte sentir menos.
No admirar ciegamente te hace libre. Porque cuando dejas de ver hacia arriba con temor, empiezas a mirar hacia adelante con propósito. Y eso cambia todo. Tu postura, tu tono, tu mirada. El mundo empieza a tratarte distinto cuando tú decides tratarte mejor.
Así que no te dejes impresionar. Ni por los que brillan demasiado, ni por los que gritan más fuerte. Muchos de ellos no están disfrutando el lugar que ocupan… están aferrándose a él con miedo. Y tú, que aún estás construyendo el tuyo, tienes algo que ellos ya perdieron: la libertad de ser sin tener que fingir.