Por: Sergio Soto Azúa
En este país se le teme más al narco que al Estado. Y eso, aunque muchos no lo quieran decir en voz alta, lo sabe cualquiera que viva aquí. Porque hoy los delincuentes preguntan cuánto hay que pagar para no ser molestados, y el sistema contesta. En México, el crimen organizado no se esconde: desfila. No se defiende: ataca. Y no se filtra en las instituciones: las administra. Lo peor es que ya lo normalizamos.
Y entonces, uno voltea a ver otros lugares y la comparación arde. El Salvador tenía el mismo infierno o peor. Las maras tenían el control total de barrios, colonias, pueblos. Mataron, violaron, extorsionaron durante años. Hasta que llegó un presidente —Nayib Bukele— que no pidió permiso. No negoció. No fue a la ONU a preguntar si se podía. Simplemente lo hizo. Construyó cárceles, llenó cárceles. Detuvo a miles. Y algo más importante: impuso miedo. El Estado volvió a ser el que manda. No el que ruega. Y como en los barcos, las ratas fueron las primeras en saltar. Porque los que distribuyen, los que matan, los que ejecutan, no son poderosos. Son piezas reemplazables. Y cuando se dan cuenta de que ya no están protegidos por quienes los mandan, huyen. Porque ya no tienen quién los respalde.
Lo que hizo Bukele no fue magia. Fue poder. Poder real. El que se ejerce. Y claro que hubo errores, excesos, abusos. ¿Pero qué es peor? ¿Ese costo o el que pagamos aquí todos los días con sangre y miedo? ¿No fue eso mismo lo que se hizo con la Yakuza en Japón? Allá no se acabó con la mafia. Se le puso límites. Se le impuso control. Se le dejó existir, pero bajo la premisa de que el Estado es el que manda. Y si se pasan de la raya, se desaparecen. Esa es la diferencia: allá existen porque se les permite. Aquí existen porque nos vencieron.
En México todo mundo sabe que el Estado es más fuerte que cualquier empresario, que cualquier capo, que cualquier periodista, que cualquier dueño de medios. Incluso más que todos juntos. Pero el Estado sólo es fuerte cuando lo encabeza alguien que lo ejerce. Y hoy, la presidenta Claudia Sheinbaum, que tiene voluntad, capacidad y formación, está cometiendo el peor error: no usar el poder. Habla, gira, coordina, comunica. Pero no decide. Y mientras no decida, los otros sí lo harán por ella.
El crimen organizado en México no es indestructible. Está lleno de gente operativa que actúa por miedo o por dinero. Es gente que no tiene un proyecto ideológico, ni una causa. Lo único que los mantiene firmes es la protección política. Y si eso desaparece, ellos desaparecen. El narco necesita estructura, red, cobertura, negocio. Y todo eso depende de que alguien arriba lo permita. Si mañana desde la presidencia se dijera: se acabó, y de verdad se actuara como si se hubiera acabado, en semanas la estructura tronaría desde abajo. Pero no va a pasar. Porque los intereses siguen intactos. Y los códigos de honor que alguna vez existieron en la política —cuando el trasiego pasaba por México pero no se quedaba aquí— hoy ya no existen.
Los jóvenes ya no admiran a los presidentes, ni a los jueces, ni a los gobernadores. Admiran a los que tienen dinero rápido, poder falso y respeto impuesto por el miedo. ¿Y cómo no, si el mensaje del sistema es: aquí todo se puede si pagas, y si mandas, mejor? Pero el Estado no fue creado para ser espectador. Fue creado para ser límite. Para ser orden. Para castigar. Para ejercer justicia. Y mientras en México se siga viendo al poder como algo que se administra en lugar de algo que se ejerce, todo va a seguir igual. O peor.
En Coahuila se entendió esto. No perfecto, pero sí a tiempo. Se recuperó el control. Se impusieron límites. Se cerraron las fuentes de ingreso del crimen. Se actuó. Y eso hizo la diferencia. ¿Por qué no puede hacerse lo mismo a nivel nacional? Porque nadie quiere romper los pactos que aún sostienen la ficción de que hay gobierno mientras el crimen gobierna de facto.
En México no falta capacidad. Falta coraje. Y lo que más duele no es que el crimen avance. Es que el poder retroceda. Porque cuando eso pasa, ya no importa cuántos funcionarios pongan la cara: la espalda ya está doblada. Y los que mandan… ya no están del lado del Estado.