Por: Sergio Soto Azúa

Hay frases que parecen una broma, pero guardan una fuerza brutal. “Finge hasta que lo logres” es una de ellas. No es una invitación a la mentira, ni una puerta a la impostura. Es una estrategia de construcción personal. Una programación consciente del futuro. Fingir, en este contexto, es actuar como si ya fueras esa persona que quieres llegar a ser. No para engañar al mundo. Para convencer a tu mente.

La ciencia respalda esta idea. Amy Cuddy, psicóloga social de Harvard, popularizó el concepto de “power posing” en una charla TED que rompió récords de vistas. Su investigación encontró que adoptar posturas de confianza —aunque al principio sean fingidas— altera la química del cuerpo: sube la testosterona, baja el cortisol, mejora el desempeño. La actitud modifica la biología. Fingir activa algo interno.

Y es que el cuerpo no distingue del todo entre lo real y lo anticipado. Si actúas con seguridad, si caminas con determinación, si hablas como quien ya logró su objetivo, el cerebro empieza a reorganizar sus conexiones. Empieza a creértela. Primero para ser, hay que parecer. Y en ese “parecer” hay una decisión valiente: dejar de actuar desde la carencia y comenzar a moverse desde la visión.

Aristóteles lo explicó siglos antes de que existiera la neurociencia: el pensamiento condiciona la acción, la acción forma los hábitos, los hábitos moldean el carácter, y el carácter define el destino. Si siembras una idea, cosechas una vida. Pero no basta con pensar. Hay que actuar. Fingir, en ese sentido, es la primera acción simbólica de una transformación profunda.

Hay quienes empiezan por los detalles. Se visten como quieren verse. Se despiertan como si ya tuvieran éxito. Llegan cinco minutos antes. Se paran derechos. Se miran al espejo sin miedo. Ensayan su papel, no para impresionar… sino para transformarse.

Claro, en el camino habrá resistencias. Fingir incomoda. Molesta. Hay quienes aspiran a lo mismo que tú, pero no han dado el primer paso. Entonces no es que quieran lo que tú tienes. Es que no quieren que tú lo tengas. Porque si tú puedes, les demuestras que ellos también podrían. Y eso, para muchos, es insoportable. Les resulta más fácil desacreditarte que enfrentarse al espejo.

Por eso fingir hasta lograrlo exige resiliencia. Porque te van a observar, cuestionar, dudar, señalar. Pero no es a ellos a quienes tienes que convencer. Es a ti. Finges para construirte. Para preparar el terreno de lo que vas a ser. Para habitar, desde ahora, el espacio mental que te corresponde.

Y hay algo casi místico en ese proceso. Cuando finges con convicción, no estás imitando: estás ensayando. Estás dándole forma a una versión de ti que ya existe en potencia. Y lo más curioso es que, cuando lo haces bien, el entorno comienza a alinearse. Las puertas se abren. Las personas correctas llegan. Lo que no vibra contigo se aleja solo. El universo rara vez premia la espera pasiva. Premia el movimiento.

Fingir no es huir de tu realidad. Es tener el valor de mirarte al espejo y decir: todavía no soy, pero ya me estoy comportando como si lo fuera. Y si en el camino alguien se burla, se ofende o intenta frenarte, ya sabrás por qué. No están peleando contigo. Están peleando con la posibilidad de que el cambio es posible. Y eso, para muchos, es más amenazante que cualquier disfraz.

Así que sí: piensa, actúa, forma hábitos, forja carácter. No esperes a sentirte listo. Finge. Ensaya. Insiste. Porque un día, sin darte cuenta, dejarás de actuar… y empezarás simplemente a ser.

Y ese día, ni el miedo podrá alcanzarte.

Por Liz Salas