Por: Sergio Soto Azúa
Hay días en los que no hay nada.
Ni ideas.
Ni fuerza.
Ni ganas.
Y aún así, uno se presenta.
No por emoción.
Por respeto.
No por inspiración.
Por dignidad.
Vivimos en un tiempo que idealiza la pasión y desprecia la disciplina.
Todo debe fluir.
Todo debe sentirse.
Todo debe motivar.
Pero la verdad es otra:
la inspiración no es confiable.
Es frágil.
Caprichosa.
Silenciosamente ausente cuando más se la necesita.
Si se espera a que llegue para actuar, la mitad de la vida se escapa.
La diferencia entre avanzar o estancarse está en quien es capaz de moverse sin certezas.
Sin motivación.
Sin testigos.
No todos los días hay brillo.
Pero puede haber presencia.
No siempre hay energía.
Pero puede haber decisión.
Y cuando hay decisión… hay carácter.
No se trata de sentirse listo.
Se trata de aparecer igual.
De respetar lo que uno hace, incluso cuando no parece tener sentido.
De entender que el acto de estar —de seguir— también construye.
Eso sostiene al mundo.
No se trata de ser brillante.
Se trata de no irse.
A veces, el más valioso no es el que crea algo impresionante,
sino el que no abandona lo que importa.
Hay algo profundamente valioso en lo que no se ve:
en el que repite la toma una y otra vez, aunque no esté inspirado.
En el que cuida sin que nadie lo pida.
En el que ajusta un detalle aunque nadie lo note.
En el que reescribe por respeto al resultado, no por aplauso.
En el que madruga cuando nadie más lo hace.
En el que cumple aunque nadie le exija.
Todo eso, hecho en silencio, tiene peso.
No hace falta que se diga.
Se nota.
Y quien lo entiende… lo reconoce.
No es heroísmo.
Es responsabilidad.
Es esa forma de estar en el mundo que no presume, pero tampoco falla.
Eso conmueve.
Y si no conmueve, por lo menos construye.
El talento emociona.
La constancia transforma.
No es necesario estar inspirado todos los días.
Pero sí estar.
Y eso, en estos tiempos, ya es una declaración.
Quien se presenta sin excusas,
quien hace lo que dijo que haría,
quien no necesita que todo esté perfecto para actuar…
ese tipo de persona es raro.
Y por eso es valioso.
El que se queda.
El que cumple.
El que termina.
El que honra lo que hace aunque nadie lo mire.
Eso —aunque parezca invisible— deja huella.
Se puede vivir buscando validación.
O se puede vivir en coherencia.
Al final, lo que permanece no es el grito,
sino la presencia que no se va.