Por: Sergio Soto Azúa

Hace unos días, una mujer que estimo me buscó en la oficina. Charlamos de lo habitual, de la vida. Pero antes de irse, me detuvo:

—Sergio, hace tiempo me hablaron. Me preguntaron por ti. Si te conocía, qué sabía de ti, cosas así… Y quien preguntó, me dijo, estaba ligado al crimen organizado en Tamaulipas.

No entré en detalles. Pero me quedé pensando.

Nunca he escrito sobre cárteles. No publico nombres, rutas, ni informes confidenciales. No por falta de valor, sino porque entiendo los riesgos. Con los enemigos que me da la política, ya tengo suficiente.

Cuando un grupo criminal quiere entrar a una región, hace inteligencia. Investiga el terreno. Quién es quién. Tal vez ahí aparecí, sin quererlo, en uno de esos mapas.

Me preocupa que alguien esté echando veneno en pozos ajenos para que otros me vean como un riesgo. Para que crean que soy una amenaza, cuando no lo soy.

Y eso es lo que quiero dejar por escrito.

Yo no me meto con ellos.

No provoco a quienes no he tocado.

No soy su enemigo.

Pero tengo razones para creer que alguien quisiera que lo pareciera.

Y ese alguien puede estar en la política. En la revancha. En la envidia.

Puede llamarse Tania Flores, Tony Flores, Rubén Moreira o cualquier otro personaje al que incomodé en su momento.

Y quizá esté más cerca de ellos de lo que parece.

Hace tiempo, en un restaurante, escuché algo que me marcó. Estaba en el baño cuando oí a Rodrigo Arrillaga decir que qué bueno que me había ido, porque a mí me iban a matar. Lo decía con soltura, como quien repite una sentencia ya pactada.

Rodrigo no estaba solo. Lo acompañaba Hugo del Rosal, cuñado del fiscal del estado, Federico Fernández. Está casado con su hermana y, según testigos frecuentes, se pasea por el Campestre y restaurantes escoltado —muy probablemente con seguridad pagada por el Estado.

Se le ve con tragos encima, lanzando amenazas a medio mundo: al presidente del Campestre, a mí, a quien se cruce. Lo cuentan con miedo… y con morbo.

Todo eso lo dice, claro, antes de terminar ahogado de borracho, dormido y miado en alguna mesa, con el tequila haciéndole hablar más de la cuenta y sostener menos de lo necesario.

¿Y si él es uno de los que envenenan los pozos?

¿Y si es Rodrigo quien presume vínculos con los de fuera de la ley?

¿Y si el cártel que preguntó por mí… lo hizo porque alguien de aquí les habló de mí?

No lo afirmo. Pero lo anoto. Porque hay cosas que es mejor dejarlas escritas.

En este país, basta una frase mal dicha o una persona dolida para provocar una tragedia. Hasta una expareja con el contacto adecuado puede poner precio a una vida.

Por eso escribo esto.

Para decirles a todos —a ellos, a ustedes, a mí— que no me arrepiento.

He ejercido mi voz con responsabilidad.

He señalado al poder cuando ha fallado.

Y si eso incomoda, está bien. Esa es mi tarea.

Hace tiempo me retiraron la seguridad. El fiscal, Federico Fernández, me mandó decir que él no fue quien lo ordenó. Que fue su jefe. El gobernador.

Y me pregunto: ¿qué tipo de lealtad es esa?

¿Qué tipo de institución lanza a su líder bajo el autobús con tal de librarse de una crítica?

No solo me la quitaron a mí. También a otros. Quizá ni siquiera saben que, si fue como dice el fiscal, deberían reclamarle al gobernador.

O quizá, como siempre, nadie se hará cargo de nada.

Pero no escribo esto para buscar culpables. Lo hago porque la indiferencia también mata.

Y si algo me ocurre, no podrán decir que no lo sabían.

Hace poco le pregunté a un comandante del estado si un cártel podría tener interés en mí. Me respondió con calma, como quien ha visto demasiado: —Tal vez esa mujer solo quería llamar la atención. Así no operan ellos.

Podría tener razón. Pero lo que me sacudió fue la normalidad con la que lo dijo.

Él, acostumbrado a la guerra. Yo, en el mundo real, donde una amenaza o una mención del narco paraliza.

Los políticos y mandos deben recuperar la empatía.

Porque para ellos, rodeados de soldados y rifles, el miedo es un concepto técnico.

Para nosotros —los ciudadanos, los padres, los periodistas— el miedo es real.

Y si tienen esos recursos, no deberían usarlos para blindarse. Deberían hacernos sentir que están para protegernos.

Además, si el expresidente Andrés Manuel López Obrador dijo que prefería abrazos y no balazos, que no quería guerra con los cárteles, que incluso ellos eran “seres humanos con derechos”, ¿por qué yo, un periodista sin escoltas ni poder, no puedo decir también que no quiero problemas con ellos?

No por debilidad.

Sino por sentido común.

Yo no pido compasión. Solo sentido común.

No me quejo. No me escondo.

Solo escribo. Dejo constancia.

Y si algún día algo me ocurre, que no digan que fue casualidad.

Ni que fue por andar en lo que no me corresponde.

Fue por hacer lo que decidí hacer.

No tengo miedo.

Mi conciencia está en paz.

Y porque, como escribió Jorge Luis Borges en su cuento Deutsches Requiem:
“Mi cuerpo puede tener miedo… pero yo, no.”

Por Liz Salas