Por: Sergio Soto Azúa
Mi historia en el periodismo no empezó con un título, ni en una redacción. Empezó con una traición familiar… y una cuenta de Twitter.
Corría el año 2010 cuando mi familia —que había trabajado para el gobierno toda su vida— fue despedida sin más. Éramos parte de ese entramado que había ayudado a los Moreira a sostener su proyecto de poder, y cuando ya no fuimos útiles, simplemente nos sacaron del juego. Sin explicaciones. Sin gratitud. Sin vergüenza.
Yo no tenía ni medio, ni credencial, ni idea. Tenía, eso sí, un coraje que me desbordaba. Empecé a escribir. A criticar. A exhibir. A nombrar lo que otros callaban. Y para mi sorpresa, la gente comenzó a seguirme. A leerme. A creer en mí. Fue ahí donde entendí que el periodismo no siempre empieza en las redacciones: a veces nace en el despojo, en la rabia, en el impulso de no dejarse.
Con el tiempo, esa rabia se convirtió en oficio. Aprendí a escribir mejor, a investigar, a cuestionar con método. Fundé un medio, construí una voz, formé una audiencia. Pero hubo algo que nunca olvidé: que en este oficio tan celoso, tan competitivo, nadie te abre la puerta. Por eso decidí abrir la mía.
Así nació una idea que aún hoy me parece noble: formar un bloque. Un frente periodístico hecho de amigos, conocidos, gente cercana que no venía del periodismo pero tenía talento, compromiso, o al menos hambre. Les enseñé lo que sabía. Los animé a abrir sus medios. Les compartí fuentes, ideas, herramientas. Nunca fui egoísta, porque pensé que lo único que puede protegernos en este oficio tan ingrato… es hacer equipo.
Pero no hice un bloque. Hice un semillero de competencia.
Lo que en un principio era colaboración se fue diluyendo en proyectos personales. Uno abrió su página. Otro se hizo influencer. Otro más usó el periodismo como escalón político. Y lo peor no fue que crecieran —eso me enorgullecería—, sino que muchos fingieron ser mis amigos cuando solo querían replicar mi modelo. No para sumar, sino para competir.
Fue entonces cuando dejé de ser generoso. No por rencor. Por lección. Aprendí que algunos no se acercan por afinidad, sino por cálculo. Que no todos los que te llaman “hermano” lo hacen con el corazón. Que hay quienes te admiran… solo hasta que sienten que pueden sustituirte.
¿Me dolió? Claro. Pero aprendí a no quedarme ahí. Hoy ya no me duele: me sirve.
Hoy veo con distancia todo ese proceso. Y con algo que me costó años: paz. Sé quién soy, de dónde vengo, qué he construido. No necesito competir con nadie porque, siendo honestos, nadie ha competido conmigo. Me copian, sí. Me estudian. Me imitan. Pero no es lo mismo.
Algunos pensarán que esto suena arrogante. Otros, que suena resentido. Pero quien haya fundado algo desde la nada, quien haya levantado un medio sin padrinos ni subsidios, entenderá lo que digo: no hay traición más aguda que la que viene con una sonrisa. Y no hay lealtad más escasa que la de los que crecen a tu sombra.
A todos ellos, los que alguna vez compartieron mesa, micrófono o chat conmigo, les deseo suerte. No les guardo rencor. Pero tampoco les regalo olvido. Porque al final, cada quien se revela no por lo que dice, sino por cómo se va.
Y si alguna vez se preguntan si esta columna es sobre ustedes, la respuesta es simple:
Sí. Es sobre ustedes.
No por importancia, sino por estadística. Porque son tantos, tan parecidos, tan predecibles… que ya ni siquiera necesito decir nombres. Basta con describir el patrón.
Yo seguiré escribiendo. Fundando. Innovando. Sosteniéndome como lo he hecho siempre: con trabajo, con verdad, con memoria. Y aunque la idea del bloque haya fracasado, la del proyecto personal no. Sigo de pie. Más solo, sí. Pero también más libre.
Y aunque me volví más selectivo, nunca dejé de observar. A veces incluso me divierte…
Y aunque cada quien tomó su camino, con sus medios, sus causas y sus audiencias, uno aprende a soltar. Ya no duele. Ya no importa.
Solo a veces sonrío, cuando los veo competir entre ellos, enredarse por la atención, por los clics, por parecerse a lo que alguna vez les compartí…
Y entonces recuerdo que yo soy el cuerpo.
Ellos, apenas… los espermatozoides que intentaron llegar al mismo lugar.