Por Ricardo Orellana Rodríguez
En 1954, Hans-Georg Gadamer escribió que el mundo anglosajón estaba impregnado por el ideal de la Ilustración: una fe ciega en el progreso y en el dominio de la razón. Frente a esto, señalaba que el mundo latino, formado por el catolicismo, seguía fiel a una visión iusnaturalista de la realidad, más ética que normativa, más afectiva que racional.
Desde América Latina, hablar de epistemología es hablar también de política. Pero no de la política institucionalizada, sino de la política que habita en la vida cotidiana: donde la gente conversa, ama, discute, come y muere. Allí se construye la verdad. No en los grandes sistemas filosóficos, sino en la experiencia compartida. Para la psicología social, la verdad no es un asunto de existencia, sino de creencia. Y esas creencias no nacen de tratados, sino del día a día.
Sin embargo, el derecho latinoamericano sigue operando bajo lógicas que le son ajenas. Heredamos constituciones hechas desde los supuestos universales de la modernidad: la objetividad, el progreso y el individuo como centro del mundo. Pero esos pilares chocan con nuestras realidades. Son normas pensadas para sociedades distintas, que olvidan que nuestros pueblos no se piensan desde el individuo, sino desde la comunidad; no desde el deber ser, sino desde lo que se vive.
- La objetividad y el mito de lo dado
El positivismo jurídico —herencia directa del pensamiento ilustrado— se obsesiona con lo objetivo. Todo aquello que no se puede medir o demostrar queda fuera del sistema legal. Los afectos, las costumbres, la memoria colectiva, la historia de los pueblos… son desechados como irrelevantes.
Pero ¿qué pasa cuando el derecho ignora todo aquello que da sentido a la vida de las personas? Pensemos en una mesa. Para el positivismo, es solo un objeto. Pero para una familia, puede ser herencia, recuerdo, rito, vínculo. Al ignorar esto, el derecho se vuelve ciego ante lo humano.
Lo mismo ocurre con los pueblos indígenas. El derecho positivo no puede comprender una lógica donde la tierra no se posee, sino que se pertenece a ella. Esa concepción es absurda desde la legalidad moderna, pero profundamente legítima para quienes la viven.
- El progreso y la expulsión del presente
La modernidad nos enseñó a mirar hacia adelante. Nos convenció de que el presente no es suficiente, que siempre hay que aspirar a ser otra cosa. “Tienes que ser alguien en la vida”, nos decían. Como si lo que somos hoy no bastara. Como si el ser estuviera siempre en el futuro, no en el ahora.
Este discurso del “deber ser” también invade el derecho. Se legisla desde lo que se desea alcanzar, no desde lo que se vive. Y eso crea una brecha entre norma y realidad. Una brecha que se vuelve abismo cuando se impone el modelo ilustrado sobre pueblos que no comparten ni sus valores ni su historia.
Para colmo, el lenguaje contribuye al problema. En inglés, “to be” unifica ser y estar. En español, no. Somos aunque no estemos. Estar no nos define. Esa diferencia lingüística revela formas distintas de entender la existencia. Y sin embargo, se nos exige vivir bajo marcos jurídicos que suponen lo contrario.
- El individuo y la ruptura de lo colectivo
La idea del individuo como sujeto autónomo es otro pilar de la modernidad. Nace con la Reforma y se fortalece con el liberalismo. Se supone que todos somos iguales, libres y racionales. Pero en muchas culturas latinoamericanas, la identidad no se construye en soledad, sino en comunidad.
La ley, al centrarse en el individuo, rompe la lógica colectiva. La democracia liberal celebra la voluntad popular, pero exige que el individuo se someta a ella, incluso si contradice sus valores comunitarios. Se nos pide renunciar a lo que somos para encajar en un contrato social que no escribimos.
El resultado es una ciudadanía fragmentada. Una tensión constante entre lo que somos y lo que la ley nos exige ser. Y al final, la norma termina legislando sobre un sujeto que no existe.
Repensar el derecho desde la vida
La construcción de la verdad no es neutra. Está atravesada por el lenguaje, la historia y la cultura. Por eso, no podemos seguir pretendiendo que una única forma de ver el mundo —la racionalista, la moderna, la ilustrada— sea la base universal del derecho.
América Latina necesita repensar sus marcos jurídicos desde sus propias subjetividades. No para rechazar la razón, sino para equilibrarla con otras formas de saber. No se trata de nostalgia, sino de justicia.
Autores como Martín-Baró, Ellacuría o Mariátegui ya lo señalaron: el pensamiento latinoamericano debe partir de su contexto, no de la imitación. La psicología de la liberación, por ejemplo, ofrece claves para entender cómo se internalizan las estructuras de dominación. Y desde ahí, propone resistencias.
No se trata solo de crear nuevas leyes, sino de generar nuevos sentidos. De volver a mirar la vida cotidiana no como un objeto de estudio, sino como fuente legítima de verdad. Porque ahí, en lo que parece mínimo, está lo fundamental.
No somos copias imperfectas de Europa. Somos territorios con historia, lengua, y memoria. Y solo desde esa conciencia podremos construir un derecho que no nos excluya.