Por: Sergio Soto Azúa
Carlos nunca pensó que un auto pudiera costarle más que dinero.
Llevaba diecisiete años trabajando en una planta automotriz en Ramos Arizpe. Su jornada empezaba antes del amanecer. Ensamblaba partes de vehículos que después recorrerían caminos en Estados Unidos, Canadá y Europa. Su esposa administraba una tienda en casa. Su hijo mayor estudiaba ingeniería mecánica en el Instituto Tecnológico de Saltillo, convencido de que su futuro también estaba en esa industria. La familia entera había encontrado en el sector automotriz estabilidad, oportunidades y dignidad.
Un día, Carlos pasó por una agencia en Saltillo. Vio un auto chino nuevo. Bonito, bien equipado, notablemente más barato que otros modelos. “¿Y si lo compramos?”, pensó. No imaginaba que, en esa decisión aparentemente sencilla, podría estar comprometiendo justo aquello que le da sustento a su hogar… y el futuro de su hijo también.
Coahuila vive de la industria automotriz. Esa afirmación no es una metáfora, es una realidad económica: más de 50 mil empleos directos, cientos de miles de empleos indirectos, una cadena de valor regional que incluye desde las armadoras hasta los proveedores de refacciones, servicios logísticos, maquiladoras y universidades técnicas. Saltillo, Ramos, Arteaga y Torreón son parte esencial de este entramado. Y en el centro de todo, las empresas automotrices, la mayoría de origen estadounidense, que no solo producen aquí, sino que han construido aquí.
Estas empresas pagan impuestos en la región, emplean talento local, desarrollan proveedores, invierten en tecnología y forman parte del tejido productivo de nuestras comunidades. Se benefician, sí, pero también benefician. Hay un equilibrio, un intercambio justo que sostiene la economía coahuilense.
Ese equilibrio, sin embargo, está siendo puesto a prueba.
En 2024, más de 300 mil autos chinos fueron vendidos en México. Uno de cada cinco autos nuevos en el país proviene ya de marcas como MG, Chirey, JAC o BYD. Estas marcas han irrumpido con fuerza, ofreciendo vehículos modernos, accesibles y visualmente atractivos. Pero, a diferencia de las armadoras estadounidenses, no tienen fábricas en Coahuila. No emplean a ingenieros locales. No compran a proveedores locales. No capacitan técnicos. No pagan nómina aquí. Solo venden. Solo extienden la mano y recogen el fruto de un mercado que no cultivan.
La pregunta es sencilla: ¿es sostenible para Coahuila convertirse en un mercado de consumo pasivo, mientras su economía depende precisamente de la producción activa?
Y es aquí donde vale la pena mirar, por un momento, el modelo de Donald Trump. El expresidente estadounidense, con todo su estilo confrontativo y polarizante, ha sido enfático en proteger la industria automotriz de su país. Impuso aranceles a los vehículos importados. Condicionó acuerdos comerciales. Exigió relocalización de plantas. Lo hizo por interés nacional, aunque sus formas resultaran antipáticas para muchos.
Pero el fondo del planteamiento tiene lógica: un país no puede permitir que su base industrial se debilite por competir en condiciones desiguales. Que quienes quieren venderle, también estén dispuestos a producirle. Que el intercambio no sea solo una salida de recursos, sino también una vía de desarrollo.
Coahuila puede —y debe— pensar con ese mismo pragmatismo. Si las marcas chinas desean participar del mercado automotriz regional, es legítimo esperar que también contribuyan al crecimiento de la región. Que no solo vendan: que inviertan. Que no solo coloquen unidades: que generen empleos, construyan naves, paguen nómina, formen parte de la comunidad productiva.
De hecho, esto no es una idea aislada. India, por ejemplo, ha diseñado políticas para que las empresas extranjeras que quieran vender masivamente dentro de su territorio también establezcan parte de su producción en él. No es una exclusión. Es una estrategia de corresponsabilidad.
¿Podríamos hacer algo similar en Coahuila? ¿Establecer un impuesto especial a las unidades importadas completamente ensambladas que no generan inversión local? ¿Crear incentivos para aquellas marcas que decidan arraigarse en la región? ¿Proteger, en suma, nuestra cadena de valor sin violar principios de competencia, sino exigiendo condiciones de equidad?
El libre mercado no debe ser una vía de explotación unilateral. Debe ser una ruta de beneficio mutuo. Cuando solo uno gana, el comercio se convierte en dependencia. Y cuando la dependencia erosiona la base económica de una región, no estamos ante un avance… sino ante una retirada.
Pensar como Trump no implica replicar su discurso. Significa asumir, con seriedad, que el desarrollo no se regala. Se defiende. Que nuestras comunidades tienen derecho a preservar lo que han construido. Y que el consumo informado también es una forma de soberanía.
Carlos no compró aquel auto. No por ideología, ni por orgullo. Lo hizo porque entendió que el precio más alto no siempre está en la etiqueta. A veces, está en lo que perdemos como comunidad cuando dejamos de cuidar lo que es nuestro.