Nuestra lengua, la castellana, es hermosa, rica y abundante. En Don Quijote de la Mancha,
la obra insignia de la literatura española y una de las más relevantes de la universal,
Miguel de Cervantes utiliza cerca de 23 mil palabras diferentes. 400 años después, la Real
Academia Española reconoce alrededor de 90 mil, mientras el hispanoparlante promedio
utiliza no más de unas tres mil cotidianamente.
Y peor aún. Dentro de ese raquítico vocabulario nos encontramos con un sin fin de
aberrantes desviaciones gramaticales y sintácticas. Es común escuchar pleonasmos como
“súbete pa’arriba” o “salte pa’afuera”, o los redundantes “mas sin embargo” o “ambos
dos”.
Incluso, libros debidamente editados verbalizan en plural un sujeto individual sólo porque
éste representa a dos o más: “la mayoría habían” o “el grupo de perros obedecen”, u
olvidan un axioma básico en lógica (dos negaciones resultan en una afirmación) y dicen
“no vino nadie” (aunque esta última ha terminado por aceptarse).
También utilizamos palabras incorrectamente. Aire, por ejemplo, es nuestro elemento, y
viento, la corriente que produce al desplazarse. Por lo tanto, decir “hace mucho aire” es
incorrecto, igual que “hace mucho tráfico”, porque los coches transitan, no trafican.
Y es habitual escuchar palabras inexistentes, como “emprendedurismo” o “gasolinería”. O
utilizar palabras en singular que hacen referencia a un conjunto: “fulano es una gente de
bien”, o agregar una “s” al final a palabras que en su significado ya llevan implícito el
plural: “diversas problemáticas”, “los dineros del pueblo” o “exhibiendo a las gentes sus
calvas indecentes”: Ana Belén y Víctor Manuel al cantar “La Puerta de Alcalá”.
Y de cantantes que han abonado a la adulteración de nuestro bello lenguaje, resulta una
joya la interpretación de Ana Torroja, de “Mecano”, en la canción “La fuerza del destino”,
cuando le reprocha el haberle pedido un beso y “tú contestastes que no”.
Además, tenemos palabras que, aunque correctas, carecen de lógica. Las “quesadillas” no
siempre llevan queso y las “empanadas” no son de pan, por mencionar ejemplos. Y los
“vasos de agua” o las “tazas de café”, que no son de agua ni de café, sino de vidrio y de
cerámica. Y ni qué decir de los anglicismos “troca”, “apárcate” o “púchale”, o de la nefasta
degradación del léxico en las redes sociales.
La riqueza de nuestro idioma radica en su variedad. Podrán existir decenas de sinónimos
para un mismo concepto, pero ninguno es idéntico. Todos tienen una connotación
diferente. Como bien apunta Miguel Sosa: “Si reducimos nuestro vocabulario se
empobrece nuestro pensamiento”.
Esforcémonos por conocerlo y cuidarlo. Hacerlo está al alcance de todos.

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