La medicina y la economía guardan grandes similitudes. Cuando un paciente enferma se le
suministra un medicamento para combatir el mal, que regularmente genera efectos
secundarios que no pueden ignorarse. Entre más fuerte el medicamento, mayor el riesgo
de romper el equilibrio físico y generar daños colaterales.
En el contexto de las políticas públicas y económicas pasa un fenómeno parecido. Existen
infinidad de ejemplos: Una política recaudatoria decimonónica forjó la fisionomía actual
de Nueva Orleans (casas con forma de “joroba de camello”), al cobrar impuestos según el
número de plantas en la fachada. Lo mismo sucede en Londres, cuyo aspecto lúgubre es
cortesía de una medida similar, pero basada en el número de ventanas de las residencias.
Uno de los casos más patéticos de efectos secundarios nocivos fue la aplicación de la
política de un solo hijo en China, instituida en 1979. En principio sonaba como una medida
lógica y perfectamente entendible para el país más poblado del mundo. El problema fue
cómo la implementaron y sus consecuencias.
Para un matrimonio chino un varón significaba un activo laboral de vital importancia,
aportante en el ingreso familiar y garantía de subsistencia en su vejez; en cambio, una
niña representaba una dote que pagar. Y como la medida les permitía engendrar sólo una
vez, las parejas chinas prefirieron tener niños.
Aunque la medida se relajó en 2015, sus efectos secundarios no se pueden desdeñar ni
minimizar. En China ahora hay muchos más hombres que mujeres, por lo cual más de 40
millones de varones menores de 39 años no tienen, o no tendrán pareja. Lo peor del caso
es cómo se llegó a este desequilibrio: innumerables infanticidios femeninos, abandono de
niñas, abortos selectivos forzados, esterilizaciones masivas y millones de niñas “invisibles”
(sin identidad) que nunca registraron sus papás por temor a las severas sanciones.
Por si fuera poco, en pocas décadas los adultos mayores jubilados sobrepasarán, por
mucho, a los jóvenes productivos, haciendo inviables los sistemas pensionarios. Sin
embargo, aducen las autoridades, la aplicación de esa política redujo el crecimiento
poblacional en 400 millones de nacimientos. Quizá sea cierto, pero, ¿valió la pena pagar el
costo?
Los efectos secundarios de una política pública siempre deben ser cuidadosamente
ponderados antes de ponerla en práctica: el paciente debe ser exhaustivamente valorado,
de otra forma, por curar un mal se podrían crear otros peores y, de seguro, como reza el
adagio popular, saldrá más caro el caldo que las albóndigas.






