Ahora comentaré el libro “Contra las elecciones. Cómo salvar la democracia”, de David Van Reybrouck. En el libro sostiene que con la democracia ocurre algo curioso: todo el mundo la desea, pero no hay nadie que crea en ella. Al final de la Segunda Guerra Mundial –a causa del fascismo, el comunismo y el colonialismo– el mundo apenas contaba con 12 democracias plenas. Pero esta cifra se ha incrementado paulatinamente. En 1972 había 44 Estados libres, para 1993 ya eran 73. Hoy en día existen 117 democracias electorales en un total de 195 países.

A pesar de ello los datos de la Encuesta Mundial de valores evidenciaron, precisamente, que en los últimos 10 años la confianza en parlamentos, gobiernos y partidos políticos se encuentra en un nivel históricamente bajo, sobre todo cuando el proceso de democratización conlleva violencia, corrupción y declive económico. En la actualidad los partidos políticos son los que acaparan, con diferencia, el mayor grado de desconfianza. Sin embargo no se puede hablar de una reciente disminución del interés por la política. De hecho, un estudio demuestra precisamente que el interés por ella es mayor que nunca: se habla más que antes de política con los amigos, la familia y los compañeros de trabajo.

Reybrouck nos dice que el síndrome de fatiga democrática está causado por la debilidad de la democracia representativa, pero ni el antiparlamentarismo ni el neoparlamentarismo conseguirán darle la vuelta a esta situación. “Nos hemos convertido en fundamentalistas electorales. Despreciamos a los elegidos, pero idolatramos las elecciones”. El fundamentalismo electoral es la creencia inamovible de que la democracia sin elecciones es impensable; consiste en creer que las elecciones son la condición necesaria y fundamental para poder hablar de democracia.

A partir de los años ochenta y noventa se fue modificando profundamente el espacio público: la sociedad civil abandonó entonces su labor estructuradora y cedió el relevo al mercado libre. Los medios comerciales de masas se revelaron como los generadores más importantes de consenso social, y a finales del siglo 20 surgió un nuevo elemento: las redes sociales, aunque aquí el adjetivo “social” resulte bastante equívoco.

Las redes sociales son medios de comunicación comerciales con una dinámica propia. Si en el año 2000 el ciudadano podía seguir minuto a minuto el espectáculo político por la radio, la televisión o por internet, hoy puede reaccionar ante lo que ocurre a cada segundo y movilizar a otros. Hoy la respuesta es instantánea. Los periódicos pierden lectores y los partidos, afiliados.

El autor está convencido que, en un principio, las elecciones se idearon para hacer posible la democracia, pero con la reducción de la democracia a una democracia representativa y la limitación de ésta a unas elecciones, se ha puesto en una situación muy difícil un sistema muy valioso. Con el apogeo de las redes sociales es como si cualquiera tuviera una imprenta. El ciudadano ha dejado de ser lector para convertirse en redactor jefe, y esto provoca un potente desplazamiento de poder.

Dictaduras supuestamente estables están perdiendo el control sobre las masas, las cuales se organizan a través de las redes sociales.

En su esencia, la democracia representativa es un modelo vertical, mientras que en el siglo 21 es cada vez más horizontal. El catedrático de Jan Rotmans afirmó recientemente: “Estamos pasando de la centralidad a la descentralización; de lo vertical a lo horizontal; de una relación que iba de arriba a abajo a una relación que va de abajo a arriba. Hemos dedicado más de cien años a crear esta sociedad centralizada, orientada de arriba a abajo y vertical. El modo de pensar se ha vuelto de revés. Por lo tanto, es preciso que desaprendamos y volvamos a aprender. La mayor barrera está en nuestra cabeza”.

En opinión de David Van Reybrouck, el sistema electoral tal como se entiende hoy en día no es representativo. Y propone que la elección por sorteo podría ser un remedio. Sin un cambio profundo el sistema actual tiene los días contados. La cuestión es, ¿cuándo comenzará por fin esta renovación tan urgente ahora?, ¿o antes van a tener que agotarse los valores democráticos, producirse revueltas graves y violencia? E incluso, ¿debe caer el sistema parlamentario? En resumen, ¿hacemos la actualización antes o después de la debacle?

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