Avanzo ahora en el comentario y análisis de las iniciativas de leyes reglamentarias de la reforma constitucional anticorrupción. La propuesta del PRI-PVEM es integral y yo la veo, en general, seria y con intuición jurídica además de ajustada al texto constitucional.
De entrada, señala correctamente los 4 fines indispensables que deben ser ejes articuladores del Sistema Nacional Anticorrupción: el control interno de la gestión pública en general y de los recursos públicos en especial; fiscalización superior; investigación de los hechos de corrupción, e impartición de justicia en la materia.
Así, del primero y segundo apartados se encargarán, cada quien en su ámbito competencial, la Secretaría de la Función Pública (SFP), las contralorías internas y la Auditoría Superior de la Federación (ASF); del tercero, la fiscalía general de la República y sus homólogas de los estados, así como en su momento, la fiscalía especializada en combate a la corrupción, del cuarto, el nuevo y rediseñado Tribunal Federal de Justicia Administrativa y sus similares de las entidades federativas.
Me preocupa, empero, un anuncio ominoso de la iniciativa. Se reconoce el subsistema nacional de fiscalización, conformado por la SFP y la ASF y los respectivos órganos locales y “se prevé la obligación de sus integrantes de homologar procesos, procedimientos, técnicas, criterios, estrategias, programas y normas en materia de auditoría, lo que permitirá un fácil seguimiento y acceso a las bases de datos respectivas, alentando la eficaz prevención, detección y sanción” de los actos de corrupción.
El anuncio es ominoso justo porque el argumento se asemeja a los que se utilizaron en 2013 para atraer al ámbito nacional las funciones electorales estatales, con las mismas explicaciones de necesidad, ventajas de uniformidad y elevación de la calidad.
Bajo ese esquema se creó el INE, reduciendo a su mínima expresión los institutos y comisiones electorales locales y avizorando su definitiva supresión en el futuro mediato, por una desconfianza política, administrativa, presupuestal e institucional que nunca fue diagnosticada, explicada ni justificada en ningún dictamen legislativo.
La uniformidad “necesaria” en materia de auditoría y fiscalización que la iniciativa pregona no es más que un aviso prístino de que ya se está analizando la edificación de la Auditoría Superior nacional sobre las ruinas de las auditorías superiores estatales.
No estamos ante un asunto menor, pero el adelgazamiento o cierre de las auditorías superiores locales que se ve venir no puede ser ajeno a la Auditoría Superior de la Federación. Es un atentado más al federalismo mexicano en el que, al parecer, nadie ha reparado aún.
En este nuevo sistema político, en el que al centralismo se le llama fortalecimiento institucional y homologación de procedimientos, la voz de los congresos y ejecutivos locales será determinante, pero también lo será la de los afectados, que deberían organizarse y elevar la voz, bien y a tiempo, para denunciar la intentona más temprano que tarde, pero muy bien articulados, con argumentos técnicos sólidos e incontrastables, que los hay. De no hacerlo así, seguirían la suerte que desde 2014 enfrentan los órganos electorales locales: su inminente desaparición.






