No tengo idea de cómo hemos llegado Barrabás, mi cachorro y yo a este
callejón inmundo ni cómo es que la luz mortecina de bombillas cubiertas por
millones de cagadas de mosca deja ver esa masa informe de algo que, supongo, es
gente que se mueve permanentemente en un vaivén rítmico que me da la idea de
que son millones de gusanos arremolinándose en una enorme masa café de carne
putrefacta. Sí eso son. Una náusea empieza a agarrarme por la garganta. Me
aprisiona con sus garras de tal manera que siento que me ahoga. Voy a vomitar.
Me contengo. No sé cómo pero lo he logrado. He contenido el vómito. Estoy a la
entrada. Llevo la correa del perro en la mano derecha y él se ha detenido. Se
sienta a ver el espectáculo. En la izquierda llevo un palo de escoba que,
cuando saco a pasear a Barrabás, siempre llevo. Es para espantar a los perros
callejeros que luego quieren aporrear a mi cachorro.
callejón inmundo ni cómo es que la luz mortecina de bombillas cubiertas por
millones de cagadas de mosca deja ver esa masa informe de algo que, supongo, es
gente que se mueve permanentemente en un vaivén rítmico que me da la idea de
que son millones de gusanos arremolinándose en una enorme masa café de carne
putrefacta. Sí eso son. Una náusea empieza a agarrarme por la garganta. Me
aprisiona con sus garras de tal manera que siento que me ahoga. Voy a vomitar.
Me contengo. No sé cómo pero lo he logrado. He contenido el vómito. Estoy a la
entrada. Llevo la correa del perro en la mano derecha y él se ha detenido. Se
sienta a ver el espectáculo. En la izquierda llevo un palo de escoba que,
cuando saco a pasear a Barrabás, siempre llevo. Es para espantar a los perros
callejeros que luego quieren aporrear a mi cachorro.
De repente, entre el ir y venir y el hacer y deshacer de esa gente, que
no sé que hace, la veo justo en otro pequeño callejón que confluye al que estoy
viendo y por donde algunas mujeres de rostro invisible y ropa percudida y sucia
lavan en unas bandejas de lámina. Todas tienen montoncitos de ropa sucia al
lado y restriegan un trapo que nunca se limpia entre un agua chocolatosa,
espesa. Están hincadas frente a su lavadero de lámina y tienen, cada una, una
cubeta al lado; supongo que con agua. Las baldosas están cubiertas de un hollín
grisáseo, polvoso a causa del smog citadino. Sí. Ahí entre esas mujeres y
bandejas está Susy en una silla de ruedas. No sé que hace ahí pero sí sé que es
una niña cuadrapléjica víctima de parálisis cerebral infantil. Un accidente a
la hora en que nació impidió que su cerebro recibiera oxígeno. La revivieron
los médicos y quedó así. Siempre que la veo he querido hacer por ella más de lo
que me dejan. Es una hermosa niña de ocho años. Sus grandes ojos negros sonríen
al mirarte y sus turgentes labios rojos son de una belleza indescriptible.
Cuando me ve y me sonríe todo se ilumina y el entorno desaparece. Le sonrío y
jalo la correa del perro para ir hacia ella. Al lado de su silla hay otra silla
de madera con ropa limpia y una toalla. También hay una bandeja semejante a la
que usan las lavanderas pero está sola; al lado hay jabón y champú. Creo que la
van a bañar. La niña salta de contento en su silla al verme. Me conoce y así
expresa su alegría. No habla pero la expresión de su mirada informa que su
mente no está dañada o, por lo menos, sabe lo que pasa. Tonta no está. Me
acerco y beso su mejilla. Ella me tiende sus bracitos. Como su madre no llega
empiezo a desvestirla para bañarla. He atado al perro a un poste de donde
cuelga un foco como los demás. Sucio. Está oscureciendo. Nadie presta atención
a lo que hago, siguen moviéndose como gusanos. Toco el agua de la tina. Está
tibia. Saco a la niña de la silla de ruedas y la siento en la bandeja acanalada
en la que he puesto una toalla para que no resbale con el jabón y la mojo
echándole agua con un bote pequeño de plástico que también estaba ahí, ella
sonríe. No sé cómo pero sé que siempre le ha gustado bañarse. Creo que ya he
terminado de bañarla, el agua de la cubeta se terminó pero algo me angustia, es
esa sensación de que debo enjuagarla más. La aprehensión crece. Siento la
necesidad de conseguir más agua pero nadie levanta la vista. Pregunto si
alguien tiene un poco de agua tibia que me regale. Nadie hace caso. Las mujeres
tallan mecánicamente. No les veo el rostro. Cuando creo que estoy entre puros
muertos se oyen risas alegres, volteo y veo, doblando la esquina, a la madre de
Susy y a un hermano de ella. Bromean. Cuando llegan junto a nosotras ella me
dice: Ah, ¿ya la bañaste? Le digo que sí pero que me falta agua que si no hay
por ahí algún lugar con un boiler de donde sacar un poco de agua tibia. Me dice
que no. Su hermano ha sacado, envuelta en una toalla, a Susy de la bandeja y la
ha puesto, acostada en un banco largo que tiene una colchoneta. Está limpio.
Insisto en que necesito darle otra enjuagada porque ese raro desasosiego infundado
no me deja en paz. Tomo la cubeta vacía y desato al perro. Les digo que voy a
la vuelta a ver si consigo agua. El muchacho dice que me acompaña. Y me quita
la cubeta de la mano. Entonces meto la mano en la bolsa del saco para
asegurarme de que traigo el monedero, por aquello de que tenga que pagar. Sí,
lo traigo. Lo saco y lo llevo en la mano.
no sé que hace, la veo justo en otro pequeño callejón que confluye al que estoy
viendo y por donde algunas mujeres de rostro invisible y ropa percudida y sucia
lavan en unas bandejas de lámina. Todas tienen montoncitos de ropa sucia al
lado y restriegan un trapo que nunca se limpia entre un agua chocolatosa,
espesa. Están hincadas frente a su lavadero de lámina y tienen, cada una, una
cubeta al lado; supongo que con agua. Las baldosas están cubiertas de un hollín
grisáseo, polvoso a causa del smog citadino. Sí. Ahí entre esas mujeres y
bandejas está Susy en una silla de ruedas. No sé que hace ahí pero sí sé que es
una niña cuadrapléjica víctima de parálisis cerebral infantil. Un accidente a
la hora en que nació impidió que su cerebro recibiera oxígeno. La revivieron
los médicos y quedó así. Siempre que la veo he querido hacer por ella más de lo
que me dejan. Es una hermosa niña de ocho años. Sus grandes ojos negros sonríen
al mirarte y sus turgentes labios rojos son de una belleza indescriptible.
Cuando me ve y me sonríe todo se ilumina y el entorno desaparece. Le sonrío y
jalo la correa del perro para ir hacia ella. Al lado de su silla hay otra silla
de madera con ropa limpia y una toalla. También hay una bandeja semejante a la
que usan las lavanderas pero está sola; al lado hay jabón y champú. Creo que la
van a bañar. La niña salta de contento en su silla al verme. Me conoce y así
expresa su alegría. No habla pero la expresión de su mirada informa que su
mente no está dañada o, por lo menos, sabe lo que pasa. Tonta no está. Me
acerco y beso su mejilla. Ella me tiende sus bracitos. Como su madre no llega
empiezo a desvestirla para bañarla. He atado al perro a un poste de donde
cuelga un foco como los demás. Sucio. Está oscureciendo. Nadie presta atención
a lo que hago, siguen moviéndose como gusanos. Toco el agua de la tina. Está
tibia. Saco a la niña de la silla de ruedas y la siento en la bandeja acanalada
en la que he puesto una toalla para que no resbale con el jabón y la mojo
echándole agua con un bote pequeño de plástico que también estaba ahí, ella
sonríe. No sé cómo pero sé que siempre le ha gustado bañarse. Creo que ya he
terminado de bañarla, el agua de la cubeta se terminó pero algo me angustia, es
esa sensación de que debo enjuagarla más. La aprehensión crece. Siento la
necesidad de conseguir más agua pero nadie levanta la vista. Pregunto si
alguien tiene un poco de agua tibia que me regale. Nadie hace caso. Las mujeres
tallan mecánicamente. No les veo el rostro. Cuando creo que estoy entre puros
muertos se oyen risas alegres, volteo y veo, doblando la esquina, a la madre de
Susy y a un hermano de ella. Bromean. Cuando llegan junto a nosotras ella me
dice: Ah, ¿ya la bañaste? Le digo que sí pero que me falta agua que si no hay
por ahí algún lugar con un boiler de donde sacar un poco de agua tibia. Me dice
que no. Su hermano ha sacado, envuelta en una toalla, a Susy de la bandeja y la
ha puesto, acostada en un banco largo que tiene una colchoneta. Está limpio.
Insisto en que necesito darle otra enjuagada porque ese raro desasosiego infundado
no me deja en paz. Tomo la cubeta vacía y desato al perro. Les digo que voy a
la vuelta a ver si consigo agua. El muchacho dice que me acompaña. Y me quita
la cubeta de la mano. Entonces meto la mano en la bolsa del saco para
asegurarme de que traigo el monedero, por aquello de que tenga que pagar. Sí,
lo traigo. Lo saco y lo llevo en la mano.
Damos vuelta en la primera esquina y vamos preguntando. Nadie sabe dónde
podemos conseguir un poco de agua. Al joven que me acompaña parece no
preocuparle lo mismo que a mí. Avanza un poco adelante y sonríe. A veces se
vuelve y acaricia la cabeza del perro que le contesta meneando la cola. Al palo
de escoba no sé qué le pasó pero ahora
llevo una varilla de esas que usan en la construcción de las casas. Tal vez
estaba por ahí cerca y la tomé en un descuido.
podemos conseguir un poco de agua. Al joven que me acompaña parece no
preocuparle lo mismo que a mí. Avanza un poco adelante y sonríe. A veces se
vuelve y acaricia la cabeza del perro que le contesta meneando la cola. Al palo
de escoba no sé qué le pasó pero ahora
llevo una varilla de esas que usan en la construcción de las casas. Tal vez
estaba por ahí cerca y la tomé en un descuido.
De pronto el joven se para en la
puerta de un establecimiento y dice: aquí hay. Y sí, hay muchas parrillas de
gas encendidas. Algunas tienen grandes ollas con alimentos cocinándose y otras
agua. No me explico cómo sé el contenido de los recipientes pero lo sé. Es una
especie de fonda. Pegadas a la pared contraria hay mesas con parroquianos que
platican y algo comen. Entre la bruma de vapores hay una señora con un gorro y
un delantal blanquísimos que nos sonríe. El muchacho le dice algo que no
alcanzo a escuchar pero creo que le pregunta por el agua caliente; ella le dice
que sí, él le da la cubeta y ella saca agua de un enorme perol humeante. La
llena. Son quince pesos, dice. Me parece caro pero saco dinero del monedero que
traigo en la mano y pago. Salimos. El chico camina delante de mí cargando la
cubeta de agua. Parece que no le pesa. Tal vez será porque se ve que tiene unos
dieciocho años.
puerta de un establecimiento y dice: aquí hay. Y sí, hay muchas parrillas de
gas encendidas. Algunas tienen grandes ollas con alimentos cocinándose y otras
agua. No me explico cómo sé el contenido de los recipientes pero lo sé. Es una
especie de fonda. Pegadas a la pared contraria hay mesas con parroquianos que
platican y algo comen. Entre la bruma de vapores hay una señora con un gorro y
un delantal blanquísimos que nos sonríe. El muchacho le dice algo que no
alcanzo a escuchar pero creo que le pregunta por el agua caliente; ella le dice
que sí, él le da la cubeta y ella saca agua de un enorme perol humeante. La
llena. Son quince pesos, dice. Me parece caro pero saco dinero del monedero que
traigo en la mano y pago. Salimos. El chico camina delante de mí cargando la
cubeta de agua. Parece que no le pesa. Tal vez será porque se ve que tiene unos
dieciocho años.
De regreso no volvemos por la misma ruta. Yo solo lo sigo. Damos vuelta
hacia la izquierda y desembocamos en una fila de puestos ambulantes que venden
de todo. También ganado en pie. Me detengo en un puesto que tiene cabras y le
digo: Hace mucho que no como cabrito y cómo se me antoja. Él vuelve la cara
dejando la cubeta en el suelo y pregunta a unos hombres que platican entre los
animales en un piso cubierto de boñigas pero parece no importarles. ¿Tienen
cabritos? ¿Cuánto cuestan? ¿Tendrán buen precio? Que no estén caros. Les dice.
Uno de ellos responde. No. Hubo mortandad. Se nos murieron todas las cabras. De
pronto veo a los animales. No son cabras, son vacas flaquísimas que se
espantan, sin lograrlo, miles de moscas que las cubren. Nos vamos.
hacia la izquierda y desembocamos en una fila de puestos ambulantes que venden
de todo. También ganado en pie. Me detengo en un puesto que tiene cabras y le
digo: Hace mucho que no como cabrito y cómo se me antoja. Él vuelve la cara
dejando la cubeta en el suelo y pregunta a unos hombres que platican entre los
animales en un piso cubierto de boñigas pero parece no importarles. ¿Tienen
cabritos? ¿Cuánto cuestan? ¿Tendrán buen precio? Que no estén caros. Les dice.
Uno de ellos responde. No. Hubo mortandad. Se nos murieron todas las cabras. De
pronto veo a los animales. No son cabras, son vacas flaquísimas que se
espantan, sin lograrlo, miles de moscas que las cubren. Nos vamos.
En otro puesto que exhibe chicharrones de cerdo en un aparador mugriento
y grasiento, está echado un perro. Barrabás se acerca moviendo la cola. Quiere
jugar, pero el perro despierta y gruñendo prende fuertemente por el cuello al
cachorro. Mi angustia en incontenible. Tengo miedo jalar la correa y que le
arranque pedazos de cuello. ¡Lo va a matar! Grito. El chico se detiene. Deja la
cubeta en el suelo, me quita la varilla y golpea al perro en la cabeza. El
perro agresor se desvanece. Yo jalo al cachorro, que sangra pero está vivo. Nos
vamos apresuradamente pero cuando volteo veo a un niño macilento que le grita a
su madre: ¡Mamá, mataron al perro! Sale una señora y un señor. El hombre sale
del puesto tras nosotros. Corremos. Vamos delante el cachorro y yo, detrás el
chico con la varilla en una mano y la cubeta en la otra. Curiosamente, no veo
que salpique el agua.
y grasiento, está echado un perro. Barrabás se acerca moviendo la cola. Quiere
jugar, pero el perro despierta y gruñendo prende fuertemente por el cuello al
cachorro. Mi angustia en incontenible. Tengo miedo jalar la correa y que le
arranque pedazos de cuello. ¡Lo va a matar! Grito. El chico se detiene. Deja la
cubeta en el suelo, me quita la varilla y golpea al perro en la cabeza. El
perro agresor se desvanece. Yo jalo al cachorro, que sangra pero está vivo. Nos
vamos apresuradamente pero cuando volteo veo a un niño macilento que le grita a
su madre: ¡Mamá, mataron al perro! Sale una señora y un señor. El hombre sale
del puesto tras nosotros. Corremos. Vamos delante el cachorro y yo, detrás el
chico con la varilla en una mano y la cubeta en la otra. Curiosamente, no veo
que salpique el agua.
La única salida del callejón es
una especie de túnel entre unas rocas. Es una especie de hoyo hecho para la
tubería del drenaje. Por ahí me meto, el perro por delante. Es estrecho y me
atoro. No puedo seguir. Con la desesperación empujo el pantalón y ya lo llevo a
media nalga y no paso. El muchacho me empuja los hombros con los pies y el
perro jala hacia delante. Por fin me desatoro. No creí que estuviera gorda. El
muchacho sale del hoyo con la cubeta en una mano y la varilla en la otra, No sé
cómo pero ahí está y la cubeta tiene agua. Me sonríe y dice: ¡Por poco! ¡El
hombre estaba enfurecido y traía un enorme machete! Yo estoy espantada, con los
ojos muy abiertos, sin entender nada porque veo que es de día y hay un sol resplandeciente.
Ya no supe más porque el timbre del teléfono me despertó.
una especie de túnel entre unas rocas. Es una especie de hoyo hecho para la
tubería del drenaje. Por ahí me meto, el perro por delante. Es estrecho y me
atoro. No puedo seguir. Con la desesperación empujo el pantalón y ya lo llevo a
media nalga y no paso. El muchacho me empuja los hombros con los pies y el
perro jala hacia delante. Por fin me desatoro. No creí que estuviera gorda. El
muchacho sale del hoyo con la cubeta en una mano y la varilla en la otra, No sé
cómo pero ahí está y la cubeta tiene agua. Me sonríe y dice: ¡Por poco! ¡El
hombre estaba enfurecido y traía un enorme machete! Yo estoy espantada, con los
ojos muy abiertos, sin entender nada porque veo que es de día y hay un sol resplandeciente.
Ya no supe más porque el timbre del teléfono me despertó.
GUEPAIT







