— ¿Y el beso que
me prometiste? — dijo Pere.
Ella ya abría la
puerta del Jetta último modelo en el que él la había llevado a su casa. Sonrió
y volvió a cerrar la puerta. Se acomodó en el asiento y por breves segundos vio
a ningún lado. O dentro de sí  misma.
Luego volteó a verlo y le pareció que la veía igual que el  Chimpas, su perro, cuando esperaba que le
diera de comer. Lo imaginó con un rabo entre el pantalón. Emitió una risita
sarcástica.
Él no dijo nada
y siguió viéndola con una mirada que parecía una súplica. Ella sintió lástima.
Bueno, llegó la hora de pagar la comida. Pensó. Se acercó a él y le plantó un
beso de lengüita. Obsceno, sí, pero sin emoción alguna. Fue tan rápido que más
que beso lo que había hecho era usar su lengua como látigo para demostrarle el
desprecio que le provocaba. Rápidamente se separó dejándolo sorprendido.
—Adiós. Suerte—Solo
eso dijo. Se bajó sin prisa y entró en su casa cerrando la puerta. Él se quedó
ahí. No dijo nada. Poco después ella oiría el motor del coche alejándose.
Pere había viajado desde Barcelona hasta Monterrey para conocer a
Irasema, la chica que había visto en un portal de esos en donde se consigue
pareja. Habían tenido grandiosas charlas. Él la contactó porque fue la única
que no tenía faltas de ortografía en los perfiles del portal que había
revisado. Ese fue el criterio que había adoptado. Platicaron mucho por
Messenger y web cam. Simpatizaron, rieron y bebieron café y té negro juntos.
Bueno, hasta donde la virtualidad lo permite.
Después de meses de piropearla, Pere decidió que era tiempo de conocerse
y le dijo que vendría a Monterrey. Que él vivía en San Pedro Garza García
porque tenía unos negocios en la ciudad; nunca le dijo de qué eran; que era su
propio jefe pero que había trabajado muchos años en España y que volvió para
arreglar lo de su prejubilación. Era un hombre maduro.
También le contó que le gustaba mucho el golf pero que era malísimo
jugando; siempre acababa pagando las apuestas en comida y bebida en
restaurantes caros a los amigos con quienes jugaba. Todos le ganaban. Quería
que ella lo acompañara cuando estuviera en el país. Aseguraba que por lo menos
debería ir a echarle porras porque nadie le festejaba nada.
En sus charlas diarias él le había dicho que su ex esposa era riquísima
y frívola pero que él no tenía mucho dinero y por eso iba a tramitar su
pensión. Que sólo le quedaba el pequeño departamento en Barcelona desde donde
hablaba con ella y un automóvil austero. Pero que había viajado por todo el
mundo. Le mostró fotos de Escocia. También le dijo que le gustaba mucho México
y que sabía mucho más de su historia que cualquiera de sus amigos mexicanos. Le
contaba lo que sabía de Pancho Villa.
Al fin ella accedió a entrevistarse con él. En parte porque le daba
curiosidad y en otra porque consideraba que si se veían en la ciudad donde
vivía no correría peligro. Aún así lo citó en la Macroplaza por aquello
de que fuera un lugar público y concurrido.
Irasema se había formado en escuelas públicas y su formación había sido
en la Universidad Autónoma
de Nuevo León. Sí, la universidad pública. También había participado en
actividades políticas de izquierda pero eso no se lo dijo a él. No porque
quisiera ocultárselo sino porque no se lo preguntó y ella siempre fue
desconfiada. Creía que su seguridad podría verse afectada.
Ese día, rebelde como era, se vistió con una falda hasta el tobillo y un
huipil bordados y huaraches con suela de llanta. Un atuendo de artesanías que
había comprado en un viaje que hizo a Quiroga, Michoacán. —Aquí vamos a probar si el modosito pasa la prueba del añejo y
si no le gusta, que se vaya a ondear gatos de la cola— Dijo mientras se
maquillaba.
A la una de la
tarde se encontraron para ir a comer. En cuanto llegó ella lo reconoció: era
blanco, muy delgado, medía 1.75m calculó, pues era sólo un poco más alto que su
exmarido. Tenía ojos cafés claro. No mucho. Le pareció un tipo común y
corriente. Vestía casual, de buen gusto pero le pareció un tipo común y
corriente aunque un poco viejo, tal vez de sesenta. Ella era morena, aparentaba
un poco más de cuarenta años, enormes ojos negros, labios carnosos, turgentes,
bien formada a pesar de unos cuantos kilos de más y medía metro y medio. Ella
se encaminó hacia él que pareció no reconocerla hasta que estaba a un metro de
él.
—¿Pere?
—preguntó ella.
—Sí. Te imaginé
distinta— le dijo mientras se acercaba a saludarla con un beso en la mejilla.
Ella le correspondió de la misma manera y sonrió torciendo un poco la boca con
actitud burlona— ¿Ah, sí? ¿Y cómo me imaginaste? — le preguntó.
—No sé,
diferente —Contestó él en un tono que a Irasema le pareció el de cualquier
nativo del país y no español. Ella no dijo nada.
—¿A dónde
quieres ir a comer? —Preguntó él.
—Cualquier lugar
está bien. Hay algunos restaurantes cerca y no están mal— Contestó.
—Conozco un
lugar especial pero tenemos que ir en auto. Vamos por él— Dijo Pere y echaron a
andar.
A los pocos
minutos ya iban platicando naderías como: ¿cuándo llegaste? ¿te fue bien de
viaje? O ¿ y tú, qué has hecho?
Llegaron a un
buen restaurante en donde un mozo los recibió y le pidió a él el saco que colgó
en una percha que había tras un mostrador. Ella no llevaba más que su
folclórico atuendo y entraron. Él pidió un filete mignon, whisky y un cenicero:
ella pidió una ensalada de nopales y una limonada. Él empezó a beber y a
contarle de sus viajes, ella reía porque sí, porque era de sonrisa fácil.  Mientras servían la comida él se tomó cuatro
whiskys y dio otras tantas vueltas al wc. Ella pensó, mientras fumaba y lo
esperaba, que tal vez era diabético y que si eso era verdad lo más probable es
que tuviera también dificultades para las erecciones.
Mientras comían
él consumió varias cervezas, comió y dio varias vueltas al wc. Cuando
terminaron de comer pidió otros cuatro whiskys y dio más vueltas al wc.
Platicaron a retazos de los viajes de él. Luego salieron de ahí y él se ofreció
a llevarla a su casa. Mientras salían del restaurante él le dijo:
 —Te ríes mucho, ¿siempre eres así?
—Sí, ¿porqué? —Preguntó
ella.
—Es que la gente
no puede estar siempre riendo—contestó Pere.
—Jajaja— rió
ella—Ahí sí que ni cómo ayudarte. Así soy.
Y ya no hablaron
hasta llegar al coche.
Él le abrió la
puerta del auto y partieron rumbo a la casa de ella. En el trayecto intentó
poner una mano en su muslo. Ella lo rechazó suave pero firmemente quitando su
mano. Siguieron en silencio hasta que ella le dijo:
—Aquí es.
¿Gustas un café? Mi hermana ya debe estar ahí.
—No, gracias—
dijo él mientras estacionaba el coche frente a una casa igual a las otras en una
colonia para trabajadores de las fábricas. Luego vino lo del beso.
Cuando Irasema
le comentó a su hermana que el hombre de la cita era el hombre del wc y la
diabetes, ella le dijo guiñándole un ojo: —O el de la cocaína.
Nunca más
hablaron por ningún medio ni se volvieron a ver.
 GUEPAIT